domingo, 27 de febrero de 2011

Presentación de "Asesinas", de Javier Núñez, en Puno

El pasado 25 de febrero, el Grupo Editorial Hijos de la Lluvia, en coordinación con la Municipalidad Provincial de Puno, presentó Asesinas, el nuevo libro de Javier Núñez


Asesinas
Javier Núñez
Narrativa Breve "Presagio" Nº 06
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
64 pp. Diciembre 2010
Lima, Perú


La presentación de Asesinas en Puno, el pasado 25 de febrero, fue todo un éxito.

  • Walter Bedregal (representante del Grupo Editorial Hijos de la Lluvia) inició la ceremonia con las palabras de presentación...
  • Los comentarios estaban a cargo de Rafael Vallenas, Bladimiro Centeno y Franklin Ramos.
  • En la conducción, la voz impecable de Vicente Ytusaca

A todos ellos nuestros más sinceros agradecimientos....



El doctor Rafael Vallenas comentando Asesinas



El escritor y crítico Bladimiro Centeno comentando Asesinas



Javier Núñez, autor de Asesinas, leyendo el cuento Una aventura con Christian Rivera


luis incacutipa, (...), rafael vallenas, eddy sayritupa, bladimiro centeno, hugo lipa, walter bedregal, javier nuñez, boris espezúa, franklin ramos y vicente ytusaca



El autor de Asesinas firmando autografos

sábado, 26 de febrero de 2011

Cuando "Asesinas" llega a Juliaca. 22/02/11

Asesinas
Javier Núñez
Narrativa Breve "Presagio" Nº 06
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
64 pp. Diciembre 2010
Lima, Perú

Todos los amigos recibiendo a Asesinas en el famoso establecimiento de Ceci...
(El alferado, el matador, el editor, el autor, el diagramador)



Junto a Mónica, la madrina de Asesinas...

martes, 22 de febrero de 2011

PRESENTACIÓN de "ASESINAS" de Javier Núñez. Este 25 de febrero.

Asesinas
Javier Núñez
Narrativa Breve "Presagio" Nº 06
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
64 pp. Diciembre 2010
Lima, Perú


Presentación, este viernes 25 de febrero
Lugar: casa de la Cultura, Jr. Lima Nº 550 - Municipalidad de Puno;
a horas 18.00 P.M.


Los cuentos homicidas de Javier Núñez

Walter L. Bedregal Paz


La colección de narrativa breve SERIE PRESAGIO incluye un nuevo libro a su catálogo que ya cuenta con 8 títulos. Con entusiasmo, la crítica y el público lector celebran la aparición de Asesinas, segundo libro de cuentos de Javier Núñez, publicado por el Grupo Editorial Hijos de la lluvia, Lima 2010. Este libro se presentará el día viernes 25 de febrero en la CASA DE LA CULTURA de la Municipalidad Provincial de Puno. El lector podrá sentirse bien servido, puesto que en el autor hay una inflexión progresiva, sus respectivos textos retoman, como suele decirse, una nueva mirada al cuento puneño, pero que influye lo que antes podía denominarse la preocupación formal e implica una verdadera reflexión, en el texto, ahora con la tendencia erótica más elaborada.

Los escritores puneños de la última generación, entre poetas y narradores, son proclives a este género –el erótico–, no es un misterio que la novela sigue ejerciendo el imperio, con los impactos que a veces produce y la mistificación respectiva a que arrastra. No quiero dar ejemplos, hacer citas, trozar el texto; quiero deslizarme a su alrededor para sugerir cómo se constituye mi propio espacio de lectura. Porque cuando acertamos con la voz del narrador la historia se cuenta sola. Hay un punto muy hermoso en el momento de la escritura, y es ese punto en el que parece que realmente el escritor desaparece de ahí. La voz del narrador está tan viva, cuenta tan suelta, ligada a saber qué lugar escondido de nuestra conciencia, que el autor desaparece completamente. Lo cual tiene que ver con el libro que Javier Núñez nos entrega ahora (y quién sabe qué relación tiene este tema con el otoño o el invierno, o simplemente para entendedores con la mujer, su sensualidad, el sexo y la muerte).

Asesinas, incluye ocho cuentos: El crimen, El tobogán, Una aventura con Christian Rivera, Los ojos de Cleopatra, Hotel El Búho, La asesina, Lagrimas para Ariadna, Sybil Vane, Stephanie, Líneas de sangre. Los críticos podrán ahora decir si se trata de cuentos vinculados al género del erotismo, podrán decir, asimismo, como nouvelles constituyen un acontecimiento –y que mejor en época de festividad en la ciudad lacustre de Puno (La fiesta de la Virgen de la Candelaria),– como ya se conocía la escritura del autor:


La conocí a las doce de la noche cuando terminaba la Parada Folklórica de Trajes de Luces. A esa hora, y en fiestas de esta índole, siempre hay diablesas ebrias para recogerlas. En ocasiones anteriores tuve la suerte de llevármelas al hotel. Por eso siempre recorro los sitios donde terminan los pasacalles en busca de bailarinas mareadas. A la semana siguiente pienso ir al Carnaval de Juliaca. Me han dicho que allá las danzarinas beben a jarras incalculables y terminan bailando marinera con sus ropas íntimas en las manos.[1]


Del narrador vamos a hablar siempre. El narrador es todo. Porque es el narrador el que cuenta las historias que escribimos. El autor cuenta la historia a través del narrador. Es su voz la que cuenta la historia. Y es su voz, no la del autor. Es importante que sea así, que tenga su propia vida separada de nosotros –y más unida a nuestras entrañas que a nuestro cerebro, a ser posible–. ¿Cómo encontramos, entonces, esa voz del narrador que nos lleve tan de la mano hasta cierto punto en el que parece que llega a desaparecer?:



Empecé con mi oficio de asesina a los 18 años, cuando Fernando Bueno me sacó la vuelta. Aún no olvido la noche del crimen, aunque ya pasaron cuatro años. Lo amaba con pasión desenfrenada; fue el amor de mi vida. Pero este maldito me falló, me pagó mal… Tuve que matarlo, no me quedaba otra opción… La noche que debuté de asesina, naturalmente, era novata en estas cuestiones… Por poco se me fue de las manos; a duras penas logré acabar con él.[2]


Bueno, en primer lugar (o en segundo lugar, lo mismo da en este caso) tenemos que tener claro desde un punto de vista general cómo funcionan los distintos tipos de narradores y para qué sirven. Esto es algo que realmente ya sabemos de manera instintiva porque venimos escuchando historias desde que somos niños. ¿Quién de nosotros no ha contado lo que le ocurrió una vez que se fue a una excursión en bici y se encontró con…? Aunque no escribamos sí contamos historias. Así que viene bien ordenar un poco eso que sabemos y ponerle nombre.


Lo otro a tener en cuenta es que para encontrar la voz del narrador tenemos dos herramientas importantes a nuestro alcance. La primera es la intuición, y la segunda, es doble: la prueba y el error. La intuición es algo que se desarrolla, que se educa, porque tiene que ver con la sensibilidad y el criterio literario. Ahora nuestra intención puede no acertar mucho, bien, pero con el tiempo (y sobre todo con las lecturas) se acabará de afinar. Cuánto más intuición tengamos, más acertaremos con el narrador de una manera casi natural.

En la segunda herramienta, la de prueba y error, está gran parte del aprendizaje. Hay que probar las cosas para saber si funcionan, oírlas en voz alta, escuchar cómo suenan. ¡Sobre todo tratándose, en este caso, de una voz! Nada como probar un narrador, o dos, o tres, para descartar el que menos sirva. Si no comparamos narradores es difícil, al principio, saber cuál nos sirve mejor para esa historia que tenemos en la cabeza.


Como suelen decir los maestros del arte de narrar: el narrador tiene ojos, además de voz. ¿Qué nos queda entonces después de escuchar la voz? Pues más claro imposible: la vista. Es decir, por un lado es importante fijarse cómo suena la voz que cuenta la historia, cómo es su tono de cálido, de frío o de seco, o de cariñoso, o de cómico… Todas las características que podemos sacar de la voz del narrador son abstractas, y por tanto conecta con la emoción, con el sentimiento. Y son, obviamente, bastante subjetivas. ¿Cómo es el tono de la voz, su volumen…? Acertar con el tono perfecto es como afinar un instrumento, las cuerdas no pueden estar ni muy sueltas ni muy tirantes, tienen que estar en su justa medida.


Por otro lado nos interesan los ojos del narrador porque es importante ver dónde se sitúa para contar la historia. Desde dónde, físicamente en el espacio, nos cuenta la historia. Ese lugar desde donde cuenta el narrador marcará, por tanto, la distancia a la que se encuentra de los personajes. No es lo mismo contar la historia de Juvenal, mirando a Juvenal desde sus botas de vaquero —como si tuviéramos la altura de un niño minúsculo, para el que todo el mundo que le rodea es enorme y casi deforme desde ahí abajo—, que contarla desde la planta décima de un edificio mientras Juvenal es una de las cientos de personas que en ese momento cruzan la avenida.


Entonces este aprendizaje de la escritura con criterios textuales los asume Javier Núñez en todas sus etapas; con el cómo y el dónde, y con nuestro narrador ya tenemos bastante camino andado. Quedaría el quién, que nos daría, claro, para otro tipo de clasificaciones (primera o segunda persona, o tercera del plural, o...), pero eso ya es otra historia. En consecuencia, Javier Núñez posee, como buen narrador, el espíritu adecuado para traducir la condición humana, con su voz y sus ojos afinados de hombre contemporáneo en el altiplano puneño, tenemos ya más que ventaja sobre la historia que narra. Estos nuevos cuentos de Núñez nos confirman otra vez el nivel escriturario que este joven narrador está desarrollando en el contexto de la narrativa puneña.


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[1] Salomé y otros cuentos. Grupo Editorial Hijos de la lluvia. Lima, 2009. Cuento Salomé

[2] Asesinas. Grupo Editorial Hijos de la lluvia. Lima, 2011. Cuento Stephanie.



miércoles, 9 de febrero de 2011

EL CANON Y SUS LÍMITES por Eduardo Moga


Eduardo Moga

EL CANON Y SUS LÍMITES

El canon no tiene límites. O, mejor dicho, sus únicos límites son los acuerdos, inciertos, mudables, más aún, volátiles, a los que cada sociedad humana llega en cada momento de su historia. Cualquier autor, cualquier obra, puede entrar en el canon, o salir de él. Cualquier juicio puede predicarse de cualquier escritor, porque todos son expresión de una valoración radicalmente subjetiva, de una política personal del gusto. El hecho de que algunos autores parezcan definitiva e inamoviblemente instalados en el canon —Homero, Virgilio, Shakespeare, Cervantes, Rimbaud, Borges— es sólo una apariencia, una creencia ilusoria, provisional, que encuentra explicación en la brevedad de nuestra vida y en la cortedad, aún mayor, de nuestra perspectiva.

La provisionalidad del canon se corresponde con la provisionalidad de todo, con la inestabilidad esencial de todo lo humano, de todo lo existente. Para fijar, o creer que fijamos, su contenido, como dice Georges Steiner, en realidad contamos cabezas: ese pacto democrático, fluido, temporal, nos otorga una certidumbre engañosa pero tranquilizadora. Y concluimos que Virgilio es mejor que Calpurnio Sículo, y Shakespeare que William Alabaster, y Borges que Francisco Luis Bernárdez. Para que haya un número de cabezas, es decir, de lectores suficientes que incluyan a determinados nombres en el canon, es menester que sigan encontrando algo con lo que se identifiquen en la literatura que éstos hayan escrito: que les siga hablando; que sigan considerándola propia, viva, suya; que continúe interpelando a su vulnerable, fugacísimo ser en el mundo. Pero esa es una tarea que compete a las personas. El tiempo no acaba poniendo las cosas en su lugar, ni dando o quitando la razón; el tiempo no es el juez del arte, ni decide nada, porque el tiempo no es un sujeto, sino algo abstracto, inmaterial. El tiempo no hace nada: los que hacemos somos nosotros, los hombres, los lectores. Y esos lectores asienten, o niegan su asentimiento, a la literatura que todavía sienten como suya. Cernuda afirmaba que no escribía para sus contemporáneos, sino para las generaciones venideras, para un lector futuro, inexistente todavía en su época. ¿Cómo se diseña un lenguaje, unas ideas, una literatura, para quien aún no existe? ¿Qué hay que poner en nuestros versos para que hablen a los seres humanos del porvenir? No tengo ni idea; si lo supiera, seguramente no estaría ahora pergeñando estas líneas, sino escribiendo como un poseso en mi casa. Sí sospecho —en un ámbito mucho más modesto como es el estilístico— que tiene más probabilidades de perdurar quien utilice un lenguaje delgado, despojado, esencial, cuya tersura —al ofrecer menos aristas, menos nudos, menos particularidades significativas— se acomode mejor a la previsible evolución de la lengua, que siempre es una evolución degenerativa, simplificadora. Es como la ropa: siempre le caerá mejor a los flacos que a los rollizos. Y digo esto con pesar, porque quien conozca mi obra como poeta sabrá que no se adecua estilísticamente demasiado a ello.


Pero el tema de estas breves reflexiones es el canon en la poesía española reciente. «Canon» y «reciente» conforman un oxímoron, pero ¿qué es la vida sin contradicciones? Quizá pueda hablarse de dos tipos de canon: el sincrónico y el diacrónico. El primero, que sería una suerte de canoncillo, alude a los autores y las literaturas prevalentes en un momento histórico determinado; el segundo, a los que trascienden a su época y se proyectan en las generaciones siguientes. Cervantes, por ejemplo, no formaba parte del canon de su época, o lo hacía de una forma muy aledaña: se le tenía por un ingenio mediano. El gran autor de su época era Lope de Vega, que ha tenido la suerte de perdurar, aunque menos que el autor de El Quijote. En un sentido contrario, Francisco Villaespesa, el versificador de los nenúfares, era recibido por miles de admiradores en el puerto de Buenos Aires cuando desembarcaba en los años 20 para iniciar sus triunfales giras por Hispanoamérica, pero nadie, salvo abnegados tesinandos o eruditos suicidas, lee hoy una línea suya. En la España posterior a Franco, el canoncillo lírico lo ha definido y, por lo tanto, lo ha integrado, la consuetudinariamente denominada poesía de la experiencia, cuya acta de nacimiento es un opúsculo titulado La otra sentimentalidad, publicado en 1983 por Luis García Montero, Javier Egea y Álvaro Salvador, que ha venido amparada por un fenomenal concierto de voluntades, entre las que se han contado las de importantes editoriales, notables críticos, significadas revistas y suplementos culturales, destacados universitarios, opulentas fundaciones, pertinaces antólogos y una pléyade de poetas más o menos en ciernes, muchos de los cuales no han dejado nunca de estarlo; y que ha gozado —también hay que decirlo— de un amplio número de lectores, quizá porque a los lectores les complace lo sencillo, o porque consumen lo que se les da. La poesía de la experiencia, entre cuyas figuras tutelares se encuentran Ángel González y Jaime Gil de Biedma, ha sido la continuadora finisecular de la poesía social, imperante en nuestro país en la segunda posguerra, entre los 50 y 60. Ha sido —y hablo de ella en pasado, porque, alabado sea el Hacedor, ya ha fenecido— una poesía tediosa, previsible, conservadora —más aún: retrógrada—, dada al epigonismo y la mecanicidad, y transmisora de los valores propios de la mesocracia nacida al calor de la Transición y del desarrollo económico subsiguiente, pero que se ha impuesto, precisamente, a canonazos, esto es, a presencia imperiosa en los alambiques que destilan el gusto, y en la razón canonizadora actual por excelencia: el mercado. La mayor parte de sus practicantes tenían la claridad en la expresión por un fin en sí mismo, al que había que sacrificar cualquier otra consideración estética: por eso los poemas experienciales están llenos de tópicos, obviedades y naderías; son tan claros que resultan incomprensibles. La asimbolia que padecen —así llamaba Barthes a la incapacidad para crear significados que desborden lo meramente figurativo— los hace tan sabrosos como una acelga y tan entretenidos como un listín telefónico. De este dilatado bosque de poetas sólo quedará, me atrevo a conjeturar, un mar de hojarasca, entre la que acaso destaque algún poeta singular como José María Fonollosa, que los anticipó a todos, y que demuestra que, en no pocas ocasiones, como ésta, el precursor supera a los precurridos.




Girando en torno a la poesía de la experiencia como satélites alrededor de un planeta, o más bien como sioux asaeteando un círculo de caravanas, advertimos otros canoncillos, otros modelos, encarnados en una disparidad de grupos, de los que me interesa destacar tres: el denominado grupo de Valladolid, en el que militaban el recientemente fallecido José-Miguel Ullán, Miguel Casado, Olvido García Valdés, Miguel Suárez, Ildefonso Rodríguez o Marcos Canteli, entre otros, defensores de una tradición de la ruptura y de la investigación lingüística que entroncaba directamente con las vanguardias; una poesía de inspiración simultáneamente marxista y cristiana, arraigada en especial en Valencia y Andalucía —con Enrique Falcón, Antonio Méndez Rubio, Jorge Riechmann y Antonio Orihuela—; y una lírica de gran potencia verbal y filiación neosurreal, en la que han destacado poetas como Blanca Andreu, Amalia Iglesias o Antonio Lucas. Todas estas corrientes se han hibridado en los últimos años, dando lugar a un panorama muy ecléctico, mestizo, carente aún de una tendencia predominante, pero en el que empieza a reconocerse una tendencia a la poesía reflexiva, de busca interior y también de cuestionamiento de lo real, que no rechaza los laberintos de la indagación lingüística y los sahumerios de lo inconsciente, pero que no se abandona enteramente a ellos, sino que aspira a construir mensajes intersubjetivos, problemáticos; extranjeros, pero transitivos.



Junto a estos grupos reconocibles, catalogados en cualquier manual de literatura, quisiera reivindicar a varios poetas de generaciones precedentes que, a mi entender, merecen figurar en el canon de la poesía española contemporánea, y cuya presencia en él es todavía incierta, incipiente o difusa: a uno ya lo he citado, José Mª Fonollosa; los otros son Basilio Fernández, Julio Garcés, José Luis Hidalgo, Antonio Fernández Molina y, sobre todo, Manuel Álvarez Ortega, el mejor poeta español vivo, junto con Antonio Gamoneda, pero con mucho menos reconocimiento que éste, que ha integrado lo mejor de las tradiciones literarias occidentales —el simbolismo, el surrealismo, el expresionismo— en una obra vasta, plural y brillante, de acentos surreales y hondo calado existencial.. También merecen reivindicarse enérgicamente dos autores a los que persiguen famas desdichadas o circunstancias vitales más desdichadas todavía: Emilio Prados, destinado a ser siempre una nota a pie de página de la generación del 27, cuando es uno de sus poetas más altos; y Luis Rosales, falangista eterna y falazmente manchado por la leyenda de su culpabilidad en la muerte de Federico García Lorca, y autor de uno de los mejores poemarios del siglo, La casa encendida.


Pero no quisiera concluir sin mencionar algunos poetas coetáneos que deberían, asimismo, en mi opinión, enriquecer el canon de la lírica española contemporánea. Citaré, en primer lugar, a Enrique Falcón, surrealista y social, que ha regenerado la poesía épica con La marcha de 150.000.000, uno de los proyectos más ambiciosos y magnos de la lírica española de la última mitad de siglo. A Juan Carlos Mestre, de imaginación fulgurante y verbo genésico, tan visual como musical, arrolladoramente metafórico. A Mariano Peyrou, cuya poesía cubista, rota, alienta un inteligente debate sobre la identidad y la verosimilitud de las cosas. A Julieta Valero, que se pregunta por el sentido del yo y los conflictos de la cotidianidad con un lenguaje llameante y, al mismo tiempo, glacial. A Jordi Doce, deudor de la tradición anglosajona y, al mismo tiempo, de lo mejor de la lírica hispana, cuyos poemas contenidos y equilibrados albergan una inquietud trepidante, un malestar pánico. A María Ángeles Pérez López, que investiga minuciosamente en la forma y la sustancia de las cosas, se sumerge en los tumultos del cuerpo y se afana por decir su sexualidad, esto es, por trasladar sus estremecimientos ensangrentados a la piel de la página. A Óscar Curieses, cuyos Sonetos del útero constituyen uno de los poemarios más perturbadores, por feroces y hermosos, de los últimos años. A Agustín Fernández Mallo, dedicado a actualizar la vigencia de la poesía con el lenguaje de la ciencia, y con la fusión de espacios y la fusión de contrarios, como demuestra en su más reciente Carne de píxel. A Ada Salas, desnuda e intensa. A Tomás Sánchez Santiago, cervantino e irracional, siempre en busca de la pureza de la expresión, pero consciente de su irremediable impureza, y de la impureza del mundo que ha de designar, como demuestran En familia, uno de los mejores poemarios de los 90, o El que desordena. A los poetas en castellano de Barcelona, sometidos a la doble insularidad de escribir en castellano en Cataluña y ser catalanes en España: a Sergio Gaspar, cuyo desgarro, evidente en Estancia, contiene una lucidez inacabable y una devastadora ternura; a Ramón Andrés, que escribe con la amplitud y la hondura de Saint-John Perse; a José Ángel Cilleruelo, preciso, incisivo, dúctil, luminoso, autor de un ciclo poético, Salobre, que acaba de recoger en una nueva edición; a José María Micó, de un clasicismo filtrado por el cedazo, quebrado e irónico, de la modernidad; a Jordi Virallonga, machadiano y burlón, sentimental y violento, abrazado al mundo y en lucha infinita con el mundo, reciente autor de Hace triste; a Carlos Vitale, de obra escueta y esencial, plena de sensibilidad y fractura; y a unos cuantos poetas jóvenes, la brevedad de cuya obra no impide advertir su talento y su proyección: José Antonio Arcediano, Javier Cubero, Álex Chico, Cesc Fortuny, Andreu Navarra, Marian Raméntol, Juan Salido-Vico, Christian Tubau y Joan de la Vega.


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Eduardo Moga (Barcelona, 1962), ha publicado los poemarios Ángel mortal (1994), La luz oída («Premio Adonáis», 1995), El barro en la mirada (1998), Unánime fuego (1999), El corazón, la nada (1999), La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Soliloquio para dos (2006), Los haikús del tren (2007), Cuerpo sin mí (2007) y Seis sextinas soeces (2008). Ha traducido a Frank O’Hara, Évariste Parny, Charles Bukowski, Ramon Llull, Carl Sandburg, Richard Aldington, Tess Gallagher, Arthur Rimbaud, Billy Collins y William Faulkner. Practica la crítica literaria en «Letras Libres», «Revista de Libros», «Archipiélago» y «Turia», entre otros medios. Es responsable de las antologías Los versos satíricos (2001) y Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles (2004). Ha publicado también los compendios de ensayos De asuntos literarios (México, 2004) y Lecturas nómadas (2007). Codirige la colección de poesía de DVD ediciones.




martes, 1 de febrero de 2011

Un pájaro en la niebla: La poesía de Jorge Fernández Granados

Jorge Fernández Granados. Foto Copyright© Pascual Borcelli Iglesias

Jorge Fernádez Granados


darwin bedoya



T. S. Eliot, en una de sus reflexiones críticas rotulada La tradición y el talento individual menciona que, además de defender la objetividad del poema por encima de las emociones dependientes del autor, debe entenderse también que toda originalidad es una variante de una tradición. Vislumbrada desde este enunciado, la poesía de Jorge Fernández Granados posee un aura que incluye más que talento y despliegue de la tradición. Tanto o igual que los ya clásicos mexicanos que hacen la tradición mexicana: Pellicer, Novo, Villaurrutia, López Velarde, Owen, Gorostiza, Sabines, Paz, Huerta, Pacheco, etc. En la poesía de Fernández descansa una serenidad, un lugar que va ampliándose y construyéndose como una ciudad sobre su propio nombre. La voz del poeta va adquiriendo mayor solidez después de cada libro. No hay en él la desmesura de la publicación, sus silencios son señal de una escritura sosegada, de una poesía rigurosa (la frecuencia de publicación entre libro y libro es de más de cinco años), que con el transcurrir del tiempo, va demostrando su capacidad de persistencia.

gía de la obra poética de José Emilio Pacheco La fábula del tiempo (Era, 2005). Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al francés y al chino. También ha sido incluido en diversas antologías de poesía hispanoamericana.

Con los poemas de Resurrección (1995) empieza la armonía y el encanto que se allega a la ternura en la voz de Fernández Granados. En este libro el sujeto lírico se dedica a remontar las aguas del pasado, insiste en regresar sobre sus pasos para poder contemplar su propio cuaderno de ceniza. La memoria se inscribe bajo una eternidad, casi sin la fuerza para enfrentarse al implacable olvido, es entonces que la voz lírica asume la conciencia de un retorno vertiginoso a la palabra, al verbo que levanta las ánimas y escribe el poema.

Luego de ello vendría El cristal (2000); las vías de acceso a este libro son múltiples y la progresión puede hacerse de diversas formas. Parece ser que en El cristal, el canto y la música cobran protagonismo en todo el poemario que se presenta como una composición musical que no concluye. Aquí la palabra poética se constituye en una expresión que compone un concierto de sentimientos, de emociones, de conjeturas, de revelaciones, de cavilaciones; pero, principalmente de resignaciones y contemplaciones del deseo inmarcesible de querer torcer el paso del tiempo. En El cristal convergen el goce de la musicalidad y el trabajo de orfebrería con el lenguaje, esta confluencia va tornando al verso en una poesía constante, en la misma búsqueda con los finales llenos de goce.

Los hábitos de la ceniza (2000) instaura un sistema de memorias, sensaciones, ideas e imágenes que le dan la arquitectura de una plena poesía al trabajo literario de este poeta que representa a las recientes generaciones de poetas mexicanos. Es con este libro que nuestro autor se ha propuesto continuar con la leyenda del desconsuelo. La memoria no quiere dejar de ser la fuente de construcción de la identidad del poeta. El tiempo cronológico se constituye en el retorno hacia las fuentes de la vida primera y entonces el sujeto poético bebe de las heridas originales y sigue cavando con las manos en la tierra de las palabras, tan solo para encontrar poesía. Finalmente, es con Principio de incertidumbre (2007) que su voz ya está colmada de lo que puede llamarse las fronteras poéticas. El rigor escriturario está en la cima y en el centro del sentido estético de la poesía. En este libro continúa con la saga de un registro fulgurante que asume a la nostalgia como élam vital; y, entonces, se puede afirmar, con certeza, que con este su sexto libro, el poeta avala su poesía y esto es suficiente para decir que ocupa un lugar considerable en la cartografía de la poesía latinoamericana.

Creo que los secretos de la poesía de Fernández se guardan en la plenitud de la nostalgia, su lentitud de decir aquí estoy, y su compromiso con la palabra. El constructo identitario que refleja esta poesía se emociona deshaciendo y configurando hebras, sueños, filamentos; visiones, recuerdos y cabos sueltos. De estos materiales confesadamente dispersos y frágiles funda su poesía Fernández. Su verso dócil y transparente es la señal de una poesía libre de presiones, libre de fragilidades; pero intensa y vigorosa a la hora de medir el transcurrir irreversible del tiempo.
Que la obra poética de Fernández es una obra absolutamente excepcional en la poesía latinoamericana de nuestro tiempo puede afirmarse sin mesura. Sus libros pueden considerarse como una melancolía desatada, una especie de testamento lírico, un tratado sobre la muerte y la memoria, el vacío, allí donde Fernández Granados despliega toda su pericia en el manejo de la música, el ritmo, la palabra, las metáforas, el poema de largo aliento, e incluso la prosa; pero sobre todo, la poesía dentro de la poesía.



















POEMAS DE JORGE FERNÁNDEZ GRANADOS

Mañana leerán otros ojos su nombre sobre el agua y serán los mismos ojos, nuevo el dilema de su polvo. Siempre este mar que todo sueña en un deleite de murallas. A ti, lóbrega sal, marea de materia sin contorno, dulce terror de lo que está a punto de nacer, la mudanza. A ti, señora del mar, descienda un relámpago, el responso, un gramo de la luz bajo tus manos moverá la espuma y un soplo guardará el lugar donde el mar y el cielo se cruzan. El Náufrago en la soledad desanda el vago itinerario. Busca en la escritura de la noche la semilla del sueño que le impuso el destierro, oscuro y terrible, hacia el estrago más que infinito de su soledad, de su morir eterno. Ve, mecido en el mar de la pregunta, líneas en su mano para interpretar el oscuro caos que ciñe los cielos. Pero el puño de arena huye de la mano que lo apresa para ir a dar al infinito innumerable de la arena.

(El relámpago y el mar, p.14 del libro Resurrección, 1998)


Dolor y belleza. Aparecida en la memoria de un augurio, estremecida, resto de una complicada catástrofe en los mapas de la noche, fundas la llama en la madera, el rostro ante la llama, los rostros que se miran y recuerdan. Lleno de una ofrenda me desdigo, nombro la hierba hasta algún verde inverosímil, labro en mi templo los guijarros de tu sueño.

(Celebración, p.33 del libro El Cristal, 2000)


Gota de una lluvia que te moja desde antes de nacer, tu palabra me recuerda un pájaro en la niebla que se aleja. Templada en la resina de las premoniciones, nave de los viajes diminutos, llevas ese calor de lo viviente que se abraza y escucha el innumerable corazón de la espesura.

(Celebración, p.35 del libro El Cristal, 2000)


Sus ojos me recuerdan caminos de retama. El amanecer a veces la encuentra con el cabello helado, lamiendo invisibles cicatrices en sus brazos. Pesa en esos ojos el vuelo predador de la tristeza. Creo que sus párpados son alas muy cansadas. Hay una herida en el fondo de su alma a la que le crecen pájaros cuando amanece. Bengala. Hay una huella donde fue nieve en el escalón de una casa solitaria. Dijo que el cielo es una pradera inalcanzable.

(El dragón y la virgen, p.43 del libro El Cristal, 2000)


La melancolía, tal vez. Una llave y un pequeño caracol sobre un papel en blanco. Remamos. Tal vez está despierta todavía por la música de alguien que tañe una flauta en una habitación a oscuras. O la muerte alguna vez. Cuando miró al dragón que se alimenta de los seres que caen en los espejos. Tal vez porque su destino es recorrer el espanto de un largo despertar.

(El dragón y la virgen, p.44 del libro El Cristal, 2000)


el hecho es que hay un punto donde dos cuerpos coinciden sin tocarse una turbina cruza el cielo (turbio) de la ciudad y el vidrio de la ventana vibra de pronto como en un éxtasis punto de resonancia define la física a estas sorpresas y la explicación yace en un número cifra despejable a fin de cuentas cierta frecuencia de oscilación entre estructuras empáticas entre afinados edificios atómicos objetos entidades dispersas que probablemente nunca se tocarán ni se aproximarán siquiera y sin embargo están construidos sobre una coincidencia algo así como los cuerpos festejándose inesperados en la música y un ritmo que los junta por un momento a pesar de ser ajenos el hecho es que hay un ritmo ritmo que no eligen ni comprenden ritmo que sólo conocen los cuerpos ritmo que los hace coincidir y vibrar o desplomarse juntos ritmo bajo el cual están alzados entre las cosas ordinarias unidos en secreto por un pulso con el que palpitan entre las cosas ordinarias y con el que se funden un día dentro de la música de las cosas ordinarias

(Armónicos, p.52 del libro Principio de incertidumbre, 2007)


mi madre era una mujer que llevaba su casa a todas partes
mi padre era un hombre que llevaba sus ruedas a todas partes

mi madre era una mujer que dondequiera que vivía buscaba arraigarse
mi padre era un hombre que dondequiera que vivía buscaba la hora de irse

mi madre era una persona que necesitaba un espacio para hacerlo suyo
mi padre era una persona que necesitaba un espacio para recorrerlo

ella quería saber siempre el nombre del lugar a donde llegaría
él quería saber la hora anticipada en la que emprenderían el viaje

ella hacía todo lo posible porque pasara lo que pasara las cosas volvieran a su sitio
él hacía todo lo posible por remover el lugar fijo de las cosas

ella medía el tiempo en círculos
él medía el tiempo en una línea de fuga

lo que aún es un enigma para mí
es por qué en los últimos años de sus vidas cambiaron de papeles
y cuando tuvieron un jardín
mi madre sembró plantas que dan flores
pero mi padre sembró plantas que dan frutos


(Tao, p.56 del libro Principio de incertidumbre, 2007)



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Jorge Fernández Granados (Ciudad de México, 1965) Ha publicado los libros de poesía La música de las esferas (Castillo, 1990), El arcángel ebrio (UNAM, 1992), Resurrección (Aldus, 1995), El cristal (ERA, 2000) y Los hábitos de la ceniza (Joaquín Mortiz, 2000), Principio de incertidumbre (ERA, 2007); además, en narrativa, el volumen de cuentos El cartógrafo (CNCA, 1996). Como crítico ha publicado La fábula del tiempo, antología de la obra poética de José Emilio Pacheco (ERA, 2005). Fue becario del Centro Mexicano de Escritores (1988) y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (1992 y 1997). Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2001. Ha obtenido, entre otros, el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines (1995) y el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes (2000).



[D]uración, de Jorge Solís Arenazas


[D]uración
[D], de Jorge Solís Arenazas. Bonobos, colección
Reino de Nadie, Toluca, 2009.


Rodrigo Castillo



«Ninguna imagen reemplazará la intuición de la duración, pero muchas imágenes diversas, tomadas de órdenes de cosas muy distintas, podrán, por convergencia de su acción, dirigir la conciencia al punto preciso donde se hace palpable una cierta intuición», escribe Henri Bergson en su Introducción a la metafísica. En la novela La tarde del escritor, del narrador austriaco Peter Handke, parece que este enunciado filosófico responde a las necesidades de su autor para lindar los acontecimientos temporales con los sentidos de los mismos, es decir que, a través de los esquemas convencionales de la narrativa, estos elementos presencian la posibilidad de un esquema completamente distinto para representarlos.

Duración y representación. El lenguaje supeditado a la escritura, al acto de habitar los espacios desde una conciencia (re)descubierta, que se realiza por medio de una sucesión de imágenes y no de conceptos. En [D], tercer libro del poeta y ensayista Jorge Solís Arenazas (Ciudad de México, 1981), la representación de la escritura se registra como una exploración estética de la experiencia, que media con el enunciado de Bergson (con «ánimo filosófico», Baudelaire dixit) y con el consumo de sustancias alucinógenas en algún desierto mexicano. Este registro personalísimo, cabe decirlo, intensifica en su totalidad la correspondencia que pone en movimiento a los objetos observados: el ojo y el oído son el medio para que los paisajes se tornen imágenes. El poeta apuesta, en el inicio o arranque de la escritura, que ésta sea sólo un giro hacia otra dirección, no precisamente hacia aquella que «conceptualiza» el lenguaje sino a la que lleva directamente a una «suspensión» del mismo.

Así parece presentarse el libro: como una suspensión donde los espacios emergen gracias a lo atemporal que de ellos se descubre, como una revelación: «Duerme en un pozo el tameme / y despierta jaguar manos arriba». Ese cargador que acompaña a los viajeros no es sino el vínculo que hará que el discurso implique cierto enmudecimiento, la evaporación de los actos más simples son entonces la línea de continuidad que (re)construye el lenguaje a base de una lentitud donde las interrogaciones a la escritura buscan asirse Interroga el día del hijo Muerde el filo de las revelaciones buscando el centro / el grano / la orilla. Otra de las constantes es la precisión con que se enuncian y aprehenden las imágenes —muy al contrario del paratexto donde se dice que «la experiencia es condensada en un lenguaje precioso» (las cursivas son mías). Es a través de la intuición, no de la experiencia, que las palabras conforman la exactitud de la escritura; la intuición, que para nosotros es, sin intoxicación alguna de por medio, pasiva, en [D] se torna exacta, precisa, y no es reflejo de sentimientos sino de una preconcepción intelectual que se vierte al poema: «No encuentra la presencia ni los rastros / No encuentra la respuesta en los racimos / No hay concierto que señale / de cuál norte se desprenden sus esferas».

La aprehensión de las imágenes, única manera que es capaz de sugerir y concebir la duración en la escritura, según Bergson, se refleja puntual:

Lee residuos del vino
sobre la poca hierba —hilo o piedra—:
y a vuelta de página:
la esquirla en su cuaderno
el ojo en periferia

Es así como en [D] la duración tiene una «consistencia» más activa, pero también la parte medular que hace envolvente la correspondencia entre las imágenes y el lenguaje se torna continua en el sentido de que para poder asistir a esa soledad (apartamiento, para no caer en el lugar común) es necesaria la construcción, en este caso horizontal, de la misma duración, al grado de confundirse una con otra. Por eso la velocidad que las imágenes toman de un instante a otro: «dios de dos sodios sodomitas / dios de dos dientes disecados / dios de dios»; «dónde dices deseo durante el día / dónde das detritus del dicterio / desde qué dictum devoras del delito»; «detracción del dedo derruido»; por eso la escritura en el desierto, apartada de los signos cotidianos para intentar, a través de la intuición, su representación en imágenes precisas. Poco importa si [D] es duración en el- lenguaje o es Dios. O es ambos: «Acaso Dios es el acaso / Quizá una letra o el acento del quizá». La concepción de la imagen o las continuidades de la escritura como caracteres acabados, sólidos.