Espíritu del alba
Simón Rodríguez
Colección:
Letras de la poesía latinoamericana Nº 4
64. Pp.
Grupo Editorial Hijos de la lluvia
Lima, 2010.
Perú
Simón Rodríguez
Colección:
Letras de la poesía latinoamericana Nº 4
64. Pp.
Grupo Editorial Hijos de la lluvia
Lima, 2010.
Perú
Todo esto será escrito un día:
El cuerpo de la memoria en la poesía de Simón Rodríguez
darwin bedoya
0. La difícil serenidad o la mínima pasión:
Los signos comunes de nuestro tiempo son liderados por el desencanto y la contrariedad. Bajo la sombra de ese estigma se han forjado nuestros últimos poetas y narradores puneños. Pero no solo eso, el desencanto y la contrariedad parecen arraigarse cada día más, esto supone que durante un buen tiempo más ese va a ser el norte magnético que signará a la poesía y a la narrativa en tanto arte y cultura. Y es que, de un modo u otro, estamos inmersos en un mundo asfixiante en el que la necedad y la estupidez imponen su perpetua tiranía, a tal punto que nos hemos recluido en una especie de solipsismo colectivo que nos destierra voluntariamente fuera de esa red caótica, o que, a la inversa y de modo fatal, nos introduce de forma autómata e inercial al engranaje que todos hemos creado y que a su vez ha devenido en nuestra pesadilla compartida: la sociedad tal cual es. Es en este contexto que aparece Espíritu del alba de Simón Rodríguez.
El primer rasgo que resalta en este libro es el conflicto existencial, signo común de nuestro tiempo, que el autor ya se planteaba en los poemas de Desatando penas, se avanza ahora, en Espíritu del alba, hacia una solución a través de una búsqueda decidida de valores ideales como el sosiego y la equidad. Adquieren así, estos valores, la difícil serenidad o la mínima pasión, otorgándole de ese modo una importancia vital a todo el discurso del sujeto poético, puesto que ahora se trata de una justificación de la existencia. Se resuelve, pues, el citado conflicto existencial al asumir el sujeto poético el compromiso ético de luchar por lo que desea. Tal vez de ahí la razón del título del libro.
Releo la poesía de Simón Rodríguez (Puno, 1969) y siento que rebalsan las palabras, rebalsa la poesía y nace la emoción en estado puro, sin desgarros innecesarios y sin licencias lastimeras. Esta es una poesía que nos muestra su vivir interior con plena avenencia, con esa adhesión que en tantas ocasiones no se puede expresar sino con el silencio admirativo que late en su obra, la de un poeta nacido para ver, puesto para contemplar y sentir, plenamente consciente de su proceso creativo con la unidad entre el espacio cósmico en donde cae la estrella y el espacio interior del poeta. Simón Rodríguez, desde su primer libro, Desatando penas (1992), desplegó una voz lírica tierna y transparente, inundada de pureza y de un gran sentido musical, que recorría las ambiguas formas del misterio, la vocación innata de reinventar el mundo, la libertad, el amor a cada instante, los paraísos, esas geografías mediatas e inmediatas que, gracias a su mirada de contemplación parsimoniosa/inédita , adquirían una nueva dimensión simbólica, una nueva identidad de rasgos oníricos y casi inaprensibles. Ese mismo hálito parece existir ahora en Espíritu del alba (Grupo Editorial Hijos de la lluvia, 2011, 64 pp.), el más reciente libro de este poeta integrante de la Generación de Fin de Siglo en la poesía puneña.
Espíritu del alba es el retorno de lo impasible, la recuperación de los huecos del olvido que se tejen en el espacio de la memoria, que sustentan los pilares del recuerdo. Este libro no implica la sustitución de los acontecimientos que tejieron una etapa de sucesos en la historia del sujeto poemático, sino el intento de subvertir el relato del pasado que se hace, y que es, en todo caso, un relato que guarda la difícil serenidad. Aquí está el poeta como testigo de la memoria, de la memoria de lo que no tiene voz, como el testigo del olvido, de lo perdido que sigue ardiendo dentro de la visión y la sensibilidad, de lo extraviado en la luz y que, paradójicamente, sólo se puede recuperar en el reverso de esa luz, en el otro lado del párpado. Porque, estoy seguro, ha de llover sobre nuestros párpados, han de llover palabras sobre nuestros párpados para que podamos acercarnos a la visión del mundo, ha de llover sobre nuestros párpados, como sobre los juicios severos, para que la memoria no se llene de olvido. Porque todo esto tenía que ser escrito un día. Y mientras esperábamos esa lluvia, mientras esa lluvia de vocablos ha comenzado a caer, aparece el más alto testigo de todo lo ocurrido y es nada menos que la poesía de Simón. Porque con Espíritu del alba se le está restituyendo a la palabra poética su carácter de testigo.
Acaso Espíritu del alba sea, como dijimos líneas arriba, un poemario que amalgama y consolida el universo insinuado por Rodríguez en Desatando penas y lo dota ahora de un lenguaje no usado completamente, de sobresaliente calidad evocadora, y a la vez planea —a modo de compendio o de síntesis— por las geografías de la terredad andina, por residencias de la memoria intemporal/perenne, y por los andes, y por el lago, por el altiplano; matizados casi siempre por una límpida atmósfera de liricidad, de presencias inequívocas y de contundentes rostros de sobriedad, tanto o casi igual que la vibración de una hoguera.
Una primera grande impresión que tengo sobre Espíritu del alba es, ante todo, se trata de una obra de liberación, de catarsis y a la vez de un peculiar manifiesto de una época dada al dolor y a la soledad y a la incertidumbre. En este libro Rodríguez es capaz de dominar la poesía mediante una sucesión de imágenes, porque aquí el autor está investido del don de las metáforas y por ello busca la redención en el oscuro designio de la música de sus poemas, en el ritmo, en el torrente bello que brota de su lenguaje bañado por el sentimiento, cubierto del vigor necesario para romper los límites y fracturar el espacio. Rodríguez es, qué duda podría existir, celestial y maldito, es fecundo y fértil y es yermo y estéril y es poeta y poeta. Rodríguez abandona también el susurro y la voz baja. Adopta el verso breve, es épico, pasa de describir a crear, de una lírica plagada de fantasmas y temores a un ímpetu verbal fascinador. Busca al lector y le interroga, le increpa, logra hacerle sentir excitación y angustia, incertidumbre e incomodidad y llanto. Existe autonomía, un mundo propio y una profunda sensación de dolor en las páginas de Espíritu del alba porque habla del pasado y del amor y del sufrimiento y del triunfo desde un lenguaje tremendamente propio y espeluznantemente lúcido que goza con la emancipación.
2. Espíritu del alba o la sombra iluminada:
Espíritu del alba está dividido en seis libros/apartados básicos. El primero de ellos, Canto de batracio, incluye una colección de diez poemas que evocan un mundo presentido entre sikus, huallatas, batracios, ruinas y lugares habitados por la melancolía, donde aparecen, en nobles versos, la figura imponente de un sujeto poético que despliega su canto que alude a la reminiscencia lírica en un rasgo, que aunque levemente, se aproxima cierto Hölderlin o algún Novalis. Los versos dominan la elaboración justa del poema dentro de una resolución marcadamente honda, pero a la vez levísima y transparente: He tocado tus genitales espaciosos, azules, / obstinados. Y me ha salpicado la vergüenza, / la leche del espanto / me ha cogido brutalmente tu violencia exacta / tu granizo absurdo / tu precipitación de rosa, / tus no sé qué hacer en estos momentos; en fin, / tu angustia de rocío en vertiginosa caída. (Poema VI, p.6). El segundo libro, A mamá Maticha desde el encierro, es sin duda alguna, uno de los poemas más hondos del volumen. Este quizá también pueda ser el texto más elaborado y, además, el cántico central del conjunto, visto desde la liricidad. Este canto está ejecutado con una arquitectura lírica salpicada de sortilegio verbal y de adhesión al ser más querido: la madre. A mamá Maticha desde el encierro, reconstruye la historia de un tiempo en que el autor supo de la sinceridad consigo mismo, pero también de un tiempo en que supo escribir una recóndita poesía desde su sombra. Escribir en el alma desde aquellas horas de aparente felicidad. En ese tiempo en que existe la nada y el desasosiego: Simón Rodríguez logró cifrar uno de sus mayores poemas; A mamá Maticha desde el encierro. Un poema en complicidad con la madre, pero también un recorrido solitario por esa culpa feliz enredada en su propia historia aciaga; un canto que el poeta Rodríguez convirtió en leiv motiv prodigioso o en la etopeya de una odisea traslúcida, de una especie de crónica y parábola con carne de versos memorables. Si se ha estado alguna vez lejos de la claridad y en la más completa vaciedad, entonces se ha nacido y se ha crecido de verdad. Entonces, ¿No ocurre más bien que no hay otro modo de decir decentemente —y estéticamente— que se está con quien se debe estar, sin la hipocresía fúnebre con la que tal cosa se había dicho en otras ocasiones? ¿Acaso la ironía no es un valor revolucionario y acaso su primera víctima no es el poeta mismo, aquel sentimental incorregible que oye su propia voz en sus cuatro paredes? Este hombre es, sobre todo, una conciencia que se tiene de pie a fuerza de fidelidades sin desmayo y de sinceridad consigo mismo. Y que es un dolor estremecido, una piedad por nosotros mismos, una indignación acusatoria que, de tanto serlo, se refugia temblorosa pero no derrotada, cautelosa pero no cobarde, en un poco de chasco y otro poco de emoción. A mamá Maticha desde el encierro es, en suma, un canto, una pintura llena de imágenes líricas y de sensaciones puras, dirigidas a los diferentes sentidos, engarzadas entre ellas, y muy armonizadas entre sí. Como si fuera el autorretrato de un artista, que podría ser un poeta, el sentimental incorregible. Como su ascensión a la luz para volver a salir con los hallazgos y las heridas suturadas y cauterizadas. No hay cosa más difícil que decir algo cuando un poema te emociona hasta el hueso. Cuando lo llevas pegado y te retuerce. Mamá Maticha: / No estoy seguro del tiempo que ha pasado / desde que fui exiliado de mi propio sueño / pero mi sed de caminos ha crecido / y he llegado a imaginar / un desierto de golondrinas donde vuelan tus manos. (A mamá Maticha desde el encierro, p.23), la última imagen es poderosa y frágil, huele a ese antes, a sentimiento puro y eterno, a un corazón desahuciado, pero lleno de vida en medio de la melancolía. Y después el puñal, una voz lastimera tan conocida, tan de herida, tan de llanto, tan de verdad que va sucediendo en todo el poema. Y aquí podría uno preguntarse, ¿Dónde sería esa prisión universal o privada?, ¿Dónde esas cadenas que van creciendo para llenarlo todo de arena y reminiscencia? ¿Dónde sería la vida? ¿Dónde sería la poesía? ¿Dónde…? La tercera parte o libro del poemario recoge seis textos/fragmentos de un solo poema, Habitantes del relámpago, aquí el poeta, más que cualquier otra cosa, nombra los elementos cardinales de su poética, los crea desde fuera del tiempo, los eterniza desde su propia conciencia de creador intemporal que aprehende su hábitat, el paisaje, la belleza indecible del universo andino, la ausencia: Estoy en el mismo lugar / donde la multitud de tus ojos me abandonó / entre la sombra impostergable / que abriga mi cópula de indio / ah, cojo orgasmo. // Aquí la hierba crece a pesar de todo / aquí se deshace la noche / cuando cantan las aves / y la mañana es azul aunque estemos olvidados. (Habitantes del relámpago, 4, p.30) Hay una cierta epicidad alterna que juega con la memoria y la realidad de una vida que se está a punto de abandonar. Hay una colección de sueños que se van tornando en légamo, en luz y agua fehaciente.
La palabra del verso, léase como se lea, es una reflexión metapoética no común en la poesía puneña contemporánea: expresa la madurez contundente de un poeta indiviso, fiel a sí mismo y a su interioridad intensa y armoniosa, y nos concilia para siempre con el poema: Yo soy el Verso que irrumpe junto a la mañana, / he atravesado la brisa del medio día. / Soy un espejo de miseria / que transita por las avenidas / buscando la puerta exhausta de tu mirada. / He aquí mi lluvia desperdigada / en ningún papel sino en las esquinas, en alguna voz de vendedor ambulante, /en los surcos, / en la nieve / en los astros… (La palabra del verso, p. 34). En Anticredo, el quinto libro, no quedan hendiduras, márgenes, litorales, y el sujeto poemático pierde sus espacios interiores donde recrea su tiempo, su ocio, su amor, su soledad, su estrella errante que atraviesa los cielos, su sufrimiento. Es también una reflexión, una oración, un cántico a la poesía misma: Creo en el espíritu del alba / en la no tan santa iglesia Poética / en la comunión de los versos / el perdón de las sonrisas / la resurrección de las horas / y la vida eterna / Amén. (Anticredo, p. 38) Es el mundo totalitario al que, el poeta, se enfrenta aterrado en una nueva soledad donde la comunicación ha dejado de existir como esperanza, pero también el sitio donde se alza la poesía. Anticredo es el nuevo mundo proteiforme habitado por una larga oración metapoética que trata de alejar lugares hostiles a la poesía, impermeable al dolor.
Finalmente, La rosa dormida, el libro que cierra el conjunto, es la búsqueda de la blancura, de la soledad, de la desnudez, es el signo de otra forma de hondura lírica. Pero, sobre todo, es el canto de un prisionero que se sabe verso y como tal habla, canta, dice, se atormenta. Y es una rosa dormida, una mañana deslumbrante, es el pardo granizo, es un girasol, un hueso olvidado en la mañana, el velero desquiciado. Y es entonces que se van dando las pequeñas ráfagas, secuencias e instantes de una pasión desvanecida, pero desbordando intensidad y concreción rítmica, una dualidad que va conformando la poesía, la búsqueda del autor de ese espíritu del alba: la profunda inquisición en el cosmos de una voz lírica, de acento sutilmente neovanguardista, y la fusión de la existencia cotidiana y la andinidad como otro eje vertebral de estos cantos. En La rosa dormida el poema respira un hálito de nostalgia, de irremediable pérdida y hallazgo, y aborda el eterno tema del amor, la fugacidad de las cosas y los devaneos, el tiempo y la muerte en una suntuosa partitura musical concebida por el virtuosismo de un cantor eufónico del idioma desde este lado del sur peruano: Soy la mañana azul que te llama como un faro. / Huelo a chuño silvestre, / quinua cósmica, choza de relámpago / y pez mineral. Tengo una crónica sonrisa de sicuri. / Me amotino contra las tempestades, / descuelgo estrellas agónicas v y desato implacables granizadas. (La rosa dormida, doce, p. 51).
3. El calígrafo del dolor o la poesía de un sentimental incorregible:
El sistema poético rodriguezeano se basa en una imagen pretérita que es el poder creativo del cual surge esta su poética. Estamos frente a una sucesión de imágenes pretéritas que no poseen orden, pues se nota que el discurso tiene un fluir natural, sin premeditación y sin orden establecido; esta poesía está constituida en base a un constructo donde, esencialmente, prima la secuencia ininteligible de lo ya acontecido. Esta imagen pretérita constituye una nueva elaboración de la imaginación como origen del dolor y la ausencia. Esto supone que en los textos de Rodríguez la imagen pretérita triunfa por encima de la razón conceptual, luego entones es el fundamento de la poesía y de la verdad. La poesía es imagen, y ésta se constituye en la sustancia del mundo. El mundo de la imagen pretérita es el fundamento de una realidad que sólo se puede evocar a través del recuerdo poético, tal como sucede en los seis libros de este poemario.
Espíritu del alba constituye, en el panorama de los poemarios publicados en Puno, un testimonio, una fotografía escrita de los años oscuros que tuvo el país. Se trata, por una parte, de un testimonio en el sentido estricto del término, es decir, del relato que un sobreviviente hace de su experiencia del encierro un tiempo después de haber sido liberado, aunque, algunas partes de este libro se hayan escrito estando su autor dentro de esas cuatro paredes: realizando ese diario ejercicio de iluminar la sombra, de traducir la noche. Pero también es una voz propiamente testimonial, en la que el autor reconstruye algunas escenas de su vida en el campo escriturario, en la apariencia ficcional en torno a la figura metafórica donde un sujeto poemático plasma diversas estancias de dolor, tristeza y ternura para volverlas poesía. En este libro el poeta emprende un viaje de iniciación y a la vez de continuación poética. Sucede que uno de los símbolos más frecuentes para este texto de liberación por medio de la trascendencia es el tema del viaje solitario o peregrinación: el exilio, en este caso a través de la palabra. Este viaje o peregrinación también es en las alas de la poesía. Este viaje de liberación, renunciación y expiación está presidido y amparado por el espíritu de la compasión y el anhelo (Espíritu del alba). Este espíritu es representado, más que por un dolor, por un detenimiento en la poesía, en un mundo con una figura suprema de iniciación y a la vez de continuación poética. Este viaje es una necesidad del alma que los modernos hemos olvidado, descuidado y desprestigiado, para convertirlo en objeto de burla, en superstición burlona. Pero a pesar de esta banalidad cotidiana, el alma existe y el trágico hombre moderno padece la impaciencia de individualizarse, de ser alguien y de ocupar un lugar en este terrestre suelo. Hay muchas palabras que no se han dicho nunca, hay mucho escrito que se pierde porque no ha encontrado la voz. ¿Se pierde realmente? No, yo creo que no, más bien va a parar a otros universos, donde encontrará su sonido, su vibración, puesto que la música es astral, va más allá que la palabra y es anterior al mismo tiempo. Nada puede ocurrir en este mundo que conocemos que no sea dicho. Lo dice la poesía misma. Todo tendrá que ser cantado en una oración singular, en la cual no haya gramática como la conocemos. ¿Será una voz de poeta la que encierre el secreto? Yo creo que, al llegar a ciertas honduras y a ciertas alturas, la voz ya no es ni de hombre ni de mujer, es la voz del poeta que dice: Ya te he visto, dolor mío, pero antes te he sentido: eres mío. Porque todo esto tenía que ser escrito un día.
Releyendo la poesía de Espíritu del alba, de pronto he sentido también que la poesía de Rodríguez se extingue en nuestro tiempo: no hay versos como los suyos que hagan estremecer. Los poetas desaparecen en el gastado lenguaje poético. Olvidan el salto mortal necesario para llegar a la fuente secreta de la que manan las corrientes o estados de ánimo de los que alguna vez nos nutrimos. El signo moderno más aterrador es la extinción del poeta. Cuando el poeta desaparezca, se desvanecerán también los seres libres. El mundo se cerrará compacto, pesado, totalitario. Nos topamos, pues, y recuerdo aquí que los mencionados seis títulos que conforman este poemario, no son sino síntoma de una epidemia estrictamente lírica generalizada a lo largo de toda la obra poética de Rodríguez, por ello, nos topamos con una poesía que también tiene algo de Oquendo, algo de Peralta, algo de Vallejo y de Adán y Eielson. Y por ello estos versos gozan de un mestizaje de dos vertientes líricas: una andina y otra hispana. Una poesía nostálgica quizás hasta un extremo que Oquendo jamás imaginó; una poesía, en fin, que echa raíces en todas direcciones, alimentándose no sólo de la experiencia personal, sino, y sobre todo, de los datos incipientes en el cuerpo de la memoria, los cuales le permiten al sujeto lírico y a su entorno, manejar este cántico de libertad. Pero esta poesía, tan arraigada en realidades inmediatas de primera o penúltima página es, finalmente, una poesía frágil e intocada, lírica y por eso profunda. Una poesía sobria, desnuda, purificada por el sufrimiento. Una palabra que nos presenta una voz asida a la verdad con ambas manos, para regalarnos su transparencia y angustia al saberse a solas frente a lo que ella ha descubierto: el espíritu del alba.
Los signos comunes de nuestro tiempo son liderados por el desencanto y la contrariedad. Bajo la sombra de ese estigma se han forjado nuestros últimos poetas y narradores puneños. Pero no solo eso, el desencanto y la contrariedad parecen arraigarse cada día más, esto supone que durante un buen tiempo más ese va a ser el norte magnético que signará a la poesía y a la narrativa en tanto arte y cultura. Y es que, de un modo u otro, estamos inmersos en un mundo asfixiante en el que la necedad y la estupidez imponen su perpetua tiranía, a tal punto que nos hemos recluido en una especie de solipsismo colectivo que nos destierra voluntariamente fuera de esa red caótica, o que, a la inversa y de modo fatal, nos introduce de forma autómata e inercial al engranaje que todos hemos creado y que a su vez ha devenido en nuestra pesadilla compartida: la sociedad tal cual es. Es en este contexto que aparece Espíritu del alba de Simón Rodríguez.
El primer rasgo que resalta en este libro es el conflicto existencial, signo común de nuestro tiempo, que el autor ya se planteaba en los poemas de Desatando penas, se avanza ahora, en Espíritu del alba, hacia una solución a través de una búsqueda decidida de valores ideales como el sosiego y la equidad. Adquieren así, estos valores, la difícil serenidad o la mínima pasión, otorgándole de ese modo una importancia vital a todo el discurso del sujeto poético, puesto que ahora se trata de una justificación de la existencia. Se resuelve, pues, el citado conflicto existencial al asumir el sujeto poético el compromiso ético de luchar por lo que desea. Tal vez de ahí la razón del título del libro.
Simón Rodríguez, junto al poeta Omar Aramayo y otros intelectuales puneños
el día q presentó su libro "Espíritu del alba". (*)
1. Extender las alas o una versión lírica del dolor:el día q presentó su libro "Espíritu del alba". (*)
Releo la poesía de Simón Rodríguez (Puno, 1969) y siento que rebalsan las palabras, rebalsa la poesía y nace la emoción en estado puro, sin desgarros innecesarios y sin licencias lastimeras. Esta es una poesía que nos muestra su vivir interior con plena avenencia, con esa adhesión que en tantas ocasiones no se puede expresar sino con el silencio admirativo que late en su obra, la de un poeta nacido para ver, puesto para contemplar y sentir, plenamente consciente de su proceso creativo con la unidad entre el espacio cósmico en donde cae la estrella y el espacio interior del poeta. Simón Rodríguez, desde su primer libro, Desatando penas (1992), desplegó una voz lírica tierna y transparente, inundada de pureza y de un gran sentido musical, que recorría las ambiguas formas del misterio, la vocación innata de reinventar el mundo, la libertad, el amor a cada instante, los paraísos, esas geografías mediatas e inmediatas que, gracias a su mirada de contemplación parsimoniosa/inédita , adquirían una nueva dimensión simbólica, una nueva identidad de rasgos oníricos y casi inaprensibles. Ese mismo hálito parece existir ahora en Espíritu del alba (Grupo Editorial Hijos de la lluvia, 2011, 64 pp.), el más reciente libro de este poeta integrante de la Generación de Fin de Siglo en la poesía puneña.
Espíritu del alba es el retorno de lo impasible, la recuperación de los huecos del olvido que se tejen en el espacio de la memoria, que sustentan los pilares del recuerdo. Este libro no implica la sustitución de los acontecimientos que tejieron una etapa de sucesos en la historia del sujeto poemático, sino el intento de subvertir el relato del pasado que se hace, y que es, en todo caso, un relato que guarda la difícil serenidad. Aquí está el poeta como testigo de la memoria, de la memoria de lo que no tiene voz, como el testigo del olvido, de lo perdido que sigue ardiendo dentro de la visión y la sensibilidad, de lo extraviado en la luz y que, paradójicamente, sólo se puede recuperar en el reverso de esa luz, en el otro lado del párpado. Porque, estoy seguro, ha de llover sobre nuestros párpados, han de llover palabras sobre nuestros párpados para que podamos acercarnos a la visión del mundo, ha de llover sobre nuestros párpados, como sobre los juicios severos, para que la memoria no se llene de olvido. Porque todo esto tenía que ser escrito un día. Y mientras esperábamos esa lluvia, mientras esa lluvia de vocablos ha comenzado a caer, aparece el más alto testigo de todo lo ocurrido y es nada menos que la poesía de Simón. Porque con Espíritu del alba se le está restituyendo a la palabra poética su carácter de testigo.
Acaso Espíritu del alba sea, como dijimos líneas arriba, un poemario que amalgama y consolida el universo insinuado por Rodríguez en Desatando penas y lo dota ahora de un lenguaje no usado completamente, de sobresaliente calidad evocadora, y a la vez planea —a modo de compendio o de síntesis— por las geografías de la terredad andina, por residencias de la memoria intemporal/perenne, y por los andes, y por el lago, por el altiplano; matizados casi siempre por una límpida atmósfera de liricidad, de presencias inequívocas y de contundentes rostros de sobriedad, tanto o casi igual que la vibración de una hoguera.
Una primera grande impresión que tengo sobre Espíritu del alba es, ante todo, se trata de una obra de liberación, de catarsis y a la vez de un peculiar manifiesto de una época dada al dolor y a la soledad y a la incertidumbre. En este libro Rodríguez es capaz de dominar la poesía mediante una sucesión de imágenes, porque aquí el autor está investido del don de las metáforas y por ello busca la redención en el oscuro designio de la música de sus poemas, en el ritmo, en el torrente bello que brota de su lenguaje bañado por el sentimiento, cubierto del vigor necesario para romper los límites y fracturar el espacio. Rodríguez es, qué duda podría existir, celestial y maldito, es fecundo y fértil y es yermo y estéril y es poeta y poeta. Rodríguez abandona también el susurro y la voz baja. Adopta el verso breve, es épico, pasa de describir a crear, de una lírica plagada de fantasmas y temores a un ímpetu verbal fascinador. Busca al lector y le interroga, le increpa, logra hacerle sentir excitación y angustia, incertidumbre e incomodidad y llanto. Existe autonomía, un mundo propio y una profunda sensación de dolor en las páginas de Espíritu del alba porque habla del pasado y del amor y del sufrimiento y del triunfo desde un lenguaje tremendamente propio y espeluznantemente lúcido que goza con la emancipación.
2. Espíritu del alba o la sombra iluminada:
Espíritu del alba está dividido en seis libros/apartados básicos. El primero de ellos, Canto de batracio, incluye una colección de diez poemas que evocan un mundo presentido entre sikus, huallatas, batracios, ruinas y lugares habitados por la melancolía, donde aparecen, en nobles versos, la figura imponente de un sujeto poético que despliega su canto que alude a la reminiscencia lírica en un rasgo, que aunque levemente, se aproxima cierto Hölderlin o algún Novalis. Los versos dominan la elaboración justa del poema dentro de una resolución marcadamente honda, pero a la vez levísima y transparente: He tocado tus genitales espaciosos, azules, / obstinados. Y me ha salpicado la vergüenza, / la leche del espanto / me ha cogido brutalmente tu violencia exacta / tu granizo absurdo / tu precipitación de rosa, / tus no sé qué hacer en estos momentos; en fin, / tu angustia de rocío en vertiginosa caída. (Poema VI, p.6). El segundo libro, A mamá Maticha desde el encierro, es sin duda alguna, uno de los poemas más hondos del volumen. Este quizá también pueda ser el texto más elaborado y, además, el cántico central del conjunto, visto desde la liricidad. Este canto está ejecutado con una arquitectura lírica salpicada de sortilegio verbal y de adhesión al ser más querido: la madre. A mamá Maticha desde el encierro, reconstruye la historia de un tiempo en que el autor supo de la sinceridad consigo mismo, pero también de un tiempo en que supo escribir una recóndita poesía desde su sombra. Escribir en el alma desde aquellas horas de aparente felicidad. En ese tiempo en que existe la nada y el desasosiego: Simón Rodríguez logró cifrar uno de sus mayores poemas; A mamá Maticha desde el encierro. Un poema en complicidad con la madre, pero también un recorrido solitario por esa culpa feliz enredada en su propia historia aciaga; un canto que el poeta Rodríguez convirtió en leiv motiv prodigioso o en la etopeya de una odisea traslúcida, de una especie de crónica y parábola con carne de versos memorables. Si se ha estado alguna vez lejos de la claridad y en la más completa vaciedad, entonces se ha nacido y se ha crecido de verdad. Entonces, ¿No ocurre más bien que no hay otro modo de decir decentemente —y estéticamente— que se está con quien se debe estar, sin la hipocresía fúnebre con la que tal cosa se había dicho en otras ocasiones? ¿Acaso la ironía no es un valor revolucionario y acaso su primera víctima no es el poeta mismo, aquel sentimental incorregible que oye su propia voz en sus cuatro paredes? Este hombre es, sobre todo, una conciencia que se tiene de pie a fuerza de fidelidades sin desmayo y de sinceridad consigo mismo. Y que es un dolor estremecido, una piedad por nosotros mismos, una indignación acusatoria que, de tanto serlo, se refugia temblorosa pero no derrotada, cautelosa pero no cobarde, en un poco de chasco y otro poco de emoción. A mamá Maticha desde el encierro es, en suma, un canto, una pintura llena de imágenes líricas y de sensaciones puras, dirigidas a los diferentes sentidos, engarzadas entre ellas, y muy armonizadas entre sí. Como si fuera el autorretrato de un artista, que podría ser un poeta, el sentimental incorregible. Como su ascensión a la luz para volver a salir con los hallazgos y las heridas suturadas y cauterizadas. No hay cosa más difícil que decir algo cuando un poema te emociona hasta el hueso. Cuando lo llevas pegado y te retuerce. Mamá Maticha: / No estoy seguro del tiempo que ha pasado / desde que fui exiliado de mi propio sueño / pero mi sed de caminos ha crecido / y he llegado a imaginar / un desierto de golondrinas donde vuelan tus manos. (A mamá Maticha desde el encierro, p.23), la última imagen es poderosa y frágil, huele a ese antes, a sentimiento puro y eterno, a un corazón desahuciado, pero lleno de vida en medio de la melancolía. Y después el puñal, una voz lastimera tan conocida, tan de herida, tan de llanto, tan de verdad que va sucediendo en todo el poema. Y aquí podría uno preguntarse, ¿Dónde sería esa prisión universal o privada?, ¿Dónde esas cadenas que van creciendo para llenarlo todo de arena y reminiscencia? ¿Dónde sería la vida? ¿Dónde sería la poesía? ¿Dónde…? La tercera parte o libro del poemario recoge seis textos/fragmentos de un solo poema, Habitantes del relámpago, aquí el poeta, más que cualquier otra cosa, nombra los elementos cardinales de su poética, los crea desde fuera del tiempo, los eterniza desde su propia conciencia de creador intemporal que aprehende su hábitat, el paisaje, la belleza indecible del universo andino, la ausencia: Estoy en el mismo lugar / donde la multitud de tus ojos me abandonó / entre la sombra impostergable / que abriga mi cópula de indio / ah, cojo orgasmo. // Aquí la hierba crece a pesar de todo / aquí se deshace la noche / cuando cantan las aves / y la mañana es azul aunque estemos olvidados. (Habitantes del relámpago, 4, p.30) Hay una cierta epicidad alterna que juega con la memoria y la realidad de una vida que se está a punto de abandonar. Hay una colección de sueños que se van tornando en légamo, en luz y agua fehaciente.
La palabra del verso, léase como se lea, es una reflexión metapoética no común en la poesía puneña contemporánea: expresa la madurez contundente de un poeta indiviso, fiel a sí mismo y a su interioridad intensa y armoniosa, y nos concilia para siempre con el poema: Yo soy el Verso que irrumpe junto a la mañana, / he atravesado la brisa del medio día. / Soy un espejo de miseria / que transita por las avenidas / buscando la puerta exhausta de tu mirada. / He aquí mi lluvia desperdigada / en ningún papel sino en las esquinas, en alguna voz de vendedor ambulante, /en los surcos, / en la nieve / en los astros… (La palabra del verso, p. 34). En Anticredo, el quinto libro, no quedan hendiduras, márgenes, litorales, y el sujeto poemático pierde sus espacios interiores donde recrea su tiempo, su ocio, su amor, su soledad, su estrella errante que atraviesa los cielos, su sufrimiento. Es también una reflexión, una oración, un cántico a la poesía misma: Creo en el espíritu del alba / en la no tan santa iglesia Poética / en la comunión de los versos / el perdón de las sonrisas / la resurrección de las horas / y la vida eterna / Amén. (Anticredo, p. 38) Es el mundo totalitario al que, el poeta, se enfrenta aterrado en una nueva soledad donde la comunicación ha dejado de existir como esperanza, pero también el sitio donde se alza la poesía. Anticredo es el nuevo mundo proteiforme habitado por una larga oración metapoética que trata de alejar lugares hostiles a la poesía, impermeable al dolor.
Finalmente, La rosa dormida, el libro que cierra el conjunto, es la búsqueda de la blancura, de la soledad, de la desnudez, es el signo de otra forma de hondura lírica. Pero, sobre todo, es el canto de un prisionero que se sabe verso y como tal habla, canta, dice, se atormenta. Y es una rosa dormida, una mañana deslumbrante, es el pardo granizo, es un girasol, un hueso olvidado en la mañana, el velero desquiciado. Y es entonces que se van dando las pequeñas ráfagas, secuencias e instantes de una pasión desvanecida, pero desbordando intensidad y concreción rítmica, una dualidad que va conformando la poesía, la búsqueda del autor de ese espíritu del alba: la profunda inquisición en el cosmos de una voz lírica, de acento sutilmente neovanguardista, y la fusión de la existencia cotidiana y la andinidad como otro eje vertebral de estos cantos. En La rosa dormida el poema respira un hálito de nostalgia, de irremediable pérdida y hallazgo, y aborda el eterno tema del amor, la fugacidad de las cosas y los devaneos, el tiempo y la muerte en una suntuosa partitura musical concebida por el virtuosismo de un cantor eufónico del idioma desde este lado del sur peruano: Soy la mañana azul que te llama como un faro. / Huelo a chuño silvestre, / quinua cósmica, choza de relámpago / y pez mineral. Tengo una crónica sonrisa de sicuri. / Me amotino contra las tempestades, / descuelgo estrellas agónicas v y desato implacables granizadas. (La rosa dormida, doce, p. 51).
3. El calígrafo del dolor o la poesía de un sentimental incorregible:
El sistema poético rodriguezeano se basa en una imagen pretérita que es el poder creativo del cual surge esta su poética. Estamos frente a una sucesión de imágenes pretéritas que no poseen orden, pues se nota que el discurso tiene un fluir natural, sin premeditación y sin orden establecido; esta poesía está constituida en base a un constructo donde, esencialmente, prima la secuencia ininteligible de lo ya acontecido. Esta imagen pretérita constituye una nueva elaboración de la imaginación como origen del dolor y la ausencia. Esto supone que en los textos de Rodríguez la imagen pretérita triunfa por encima de la razón conceptual, luego entones es el fundamento de la poesía y de la verdad. La poesía es imagen, y ésta se constituye en la sustancia del mundo. El mundo de la imagen pretérita es el fundamento de una realidad que sólo se puede evocar a través del recuerdo poético, tal como sucede en los seis libros de este poemario.
Espíritu del alba constituye, en el panorama de los poemarios publicados en Puno, un testimonio, una fotografía escrita de los años oscuros que tuvo el país. Se trata, por una parte, de un testimonio en el sentido estricto del término, es decir, del relato que un sobreviviente hace de su experiencia del encierro un tiempo después de haber sido liberado, aunque, algunas partes de este libro se hayan escrito estando su autor dentro de esas cuatro paredes: realizando ese diario ejercicio de iluminar la sombra, de traducir la noche. Pero también es una voz propiamente testimonial, en la que el autor reconstruye algunas escenas de su vida en el campo escriturario, en la apariencia ficcional en torno a la figura metafórica donde un sujeto poemático plasma diversas estancias de dolor, tristeza y ternura para volverlas poesía. En este libro el poeta emprende un viaje de iniciación y a la vez de continuación poética. Sucede que uno de los símbolos más frecuentes para este texto de liberación por medio de la trascendencia es el tema del viaje solitario o peregrinación: el exilio, en este caso a través de la palabra. Este viaje o peregrinación también es en las alas de la poesía. Este viaje de liberación, renunciación y expiación está presidido y amparado por el espíritu de la compasión y el anhelo (Espíritu del alba). Este espíritu es representado, más que por un dolor, por un detenimiento en la poesía, en un mundo con una figura suprema de iniciación y a la vez de continuación poética. Este viaje es una necesidad del alma que los modernos hemos olvidado, descuidado y desprestigiado, para convertirlo en objeto de burla, en superstición burlona. Pero a pesar de esta banalidad cotidiana, el alma existe y el trágico hombre moderno padece la impaciencia de individualizarse, de ser alguien y de ocupar un lugar en este terrestre suelo. Hay muchas palabras que no se han dicho nunca, hay mucho escrito que se pierde porque no ha encontrado la voz. ¿Se pierde realmente? No, yo creo que no, más bien va a parar a otros universos, donde encontrará su sonido, su vibración, puesto que la música es astral, va más allá que la palabra y es anterior al mismo tiempo. Nada puede ocurrir en este mundo que conocemos que no sea dicho. Lo dice la poesía misma. Todo tendrá que ser cantado en una oración singular, en la cual no haya gramática como la conocemos. ¿Será una voz de poeta la que encierre el secreto? Yo creo que, al llegar a ciertas honduras y a ciertas alturas, la voz ya no es ni de hombre ni de mujer, es la voz del poeta que dice: Ya te he visto, dolor mío, pero antes te he sentido: eres mío. Porque todo esto tenía que ser escrito un día.
Releyendo la poesía de Espíritu del alba, de pronto he sentido también que la poesía de Rodríguez se extingue en nuestro tiempo: no hay versos como los suyos que hagan estremecer. Los poetas desaparecen en el gastado lenguaje poético. Olvidan el salto mortal necesario para llegar a la fuente secreta de la que manan las corrientes o estados de ánimo de los que alguna vez nos nutrimos. El signo moderno más aterrador es la extinción del poeta. Cuando el poeta desaparezca, se desvanecerán también los seres libres. El mundo se cerrará compacto, pesado, totalitario. Nos topamos, pues, y recuerdo aquí que los mencionados seis títulos que conforman este poemario, no son sino síntoma de una epidemia estrictamente lírica generalizada a lo largo de toda la obra poética de Rodríguez, por ello, nos topamos con una poesía que también tiene algo de Oquendo, algo de Peralta, algo de Vallejo y de Adán y Eielson. Y por ello estos versos gozan de un mestizaje de dos vertientes líricas: una andina y otra hispana. Una poesía nostálgica quizás hasta un extremo que Oquendo jamás imaginó; una poesía, en fin, que echa raíces en todas direcciones, alimentándose no sólo de la experiencia personal, sino, y sobre todo, de los datos incipientes en el cuerpo de la memoria, los cuales le permiten al sujeto lírico y a su entorno, manejar este cántico de libertad. Pero esta poesía, tan arraigada en realidades inmediatas de primera o penúltima página es, finalmente, una poesía frágil e intocada, lírica y por eso profunda. Una poesía sobria, desnuda, purificada por el sufrimiento. Una palabra que nos presenta una voz asida a la verdad con ambas manos, para regalarnos su transparencia y angustia al saberse a solas frente a lo que ella ha descubierto: el espíritu del alba.
Asillo, noviembre de 2011
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Fotografias:
(*). Fotografía, cortesía: Julio César del Carpio Rimachi: http://filarequipa.pe/2011/presentacion-del-poemario-espiritu-del-alba-grupo-editorial-hijos-de-la-lluvia-simon-rodriguez
(**). Tomado del Blog: http://darwinbedoya.blogspot.com/
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(*). Fotografía, cortesía: Julio César del Carpio Rimachi: http://filarequipa.pe/2011/presentacion-del-poemario-espiritu-del-alba-grupo-editorial-hijos-de-la-lluvia-simon-rodriguez
(**). Tomado del Blog: http://darwinbedoya.blogspot.com/
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