LUCIDEZ Y DELIRIO EN
«EL LIBRO DE LAS SOMBRAS»
Walter L. Bedregal Paz
La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda
y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces
y definitivamente, con este laudo de François Mauriac podríamos empezar una
lectura de «El libro de las sombras». Este libro —merecedor, el año 2011, del
Primer Premio Copé Internacional de Poesía en Perú— de Darwin Bedoya (Perú,
1974) es un poema/novela que tiene como protagonista a la memoria ataviada de
muerte: desde la voz del hijo/caballo se reconstruye toda una época; y a la vez
se ofrece la regresión de la formación de un mundo, un cosmos, que es la clave
del destino. La infancia huérfana, el olvido y la algarabía nostálgica, son
algunos de los hitos que suscita este recordar. Además, están claramente los desafectos,
la melancolía y los años primeros de una vida —en contraste con los
paratextos—transcurrida en algún lugar del sur peruano, en el conjunto de las
decisiones, en aquellos sitios de traspase donde la vida era otro mundo y
hablaba en direcciones contrarias, todo eso se somete al escrutinio del
narrador/lírico. Es él quien recuerda, reconoce la mirada de aquel día de
huesos y de ceniza. Él es el caballo que se acerca con mayores vértigos y a
pasos agigantados a un lugar hace tiempo abandonado. Su conciencia y su vida
son la nuestra cuando expresa el pronunciamiento final: [Sabrás que tu
esqueleto amarillo, ese caballo errante que agoniza en ti, ese hueso andante ya
no vivirá con la esperanza de llegar a ser un recuerdo. Podrás olvidarte de
eso. Porque ahora, desde tu nuca empieza a nacer un nuevo amanecer. Desde allí
podrás ver que soy tu oscuridad última, y que estas palabras serán el tamaño de
tu sombra. Ya vienes: se oye el derrumbe de los pastos. Los pájaros levantan el
vuelo. Las neblinas se disipan con el mismo gesto de esta desesperación que nos
hace semejantes. Tu dentadura de caballo viene raspando el rocío. Próximo
Caballo, viento sentado, Caballo próximo, suelta esa cabellera de serpientes.
Aprieta tus labios para que no logren escapar los nombres que quieres decir.
Que nadie diga nada. Que comience otra vez el silencio, que no se acabe tu
nombre antes que la eternidad empiece a terminarse.]
Darwin Bedoya, su discurso al recibir el Premio Copé de Oro de poesía 2011 |
Los diez libros que hacen el
poemario total, son un solo texto llevado a lo fundamental: estar vivo junto a
los demás, incluso junto a los muertos. Esa atracción, contradictoria y casi
imposible, convierte la experiencia del mundo en un imán y en una fulminación:
«El libro de las sombras» es el libro de los muertos que están aquí con
nosotros: todos vivos, y tornándose al final en la confusión del cuerpo. La voz
del sujeto lírico avanza hasta su propia raíz, en espirales, hacia la
oscuridad/luminosidad que no tiene nombre o que se puede denominar de muchas
formas, como se afirma en todo el discurrir lírico/épico, épico/lírico. Los
textos oscilan entre la evocación de una atmósfera de nítidas memorias a la
contemplación intensa de la vida contigua y sus continuidades; todo ello
coronado de una decisiva hondura épica que no es otra cosa que la audacia en la
forma expresiva/poética y una indudable sinceridad y revelación de los
instantes del mundo que al poeta le han demorado y le han atravesado. Estos
poemas se fundamentan en la hondura de la percepción y traban una relación
entre las evocaciones arquetípicas y la vida cotidiana, para rescatar el valor
y la dimensión de los héroes de nuestra vida, la vida plena de aquellos que
tienen su sitio en la muerte y en la vida, en el tiempo y el destiempo, en el
despertar y en el dormir, en el abandono y la memoria, inclusive en el olvido.
Creo que no era posible narrar/fabular una épica de esta magnitud y
gradación. No era posible la entelequia de un imaginario tan intenso como el
que encontramos en este libro. Por si fuera poca imposibilidad estética, creo
que no era fácil presuponer una necesaria estabilidad lírica, una voz
definitiva, con colectividad de más de tres voces líricas primordiales, activas
y presentes para reemprender el camino formal épico alrededor de la vida y la
muerte, o en busca de ambas.
Este libro nos hace pensar en los más recientes intentos épicos
anteriores, por ejemplo en el «Anabase» de Perse, «Los Cantos» de Pound, el
«Canto general» de Neruda, «Canto a un dios mineral» de Jorge Cuesta, «Omeros»
de Derek Walcott, «El Preludio» de Wordsworth, «Muerte sin fin» de Gorostiza,
y, en las «Elegías de Bierville» de Carles Riba y tantos otros que fácilmente
podrían conectarse con este cosmos épico-genésico de Bedoya. Lo que hace «El
libro de las sombras» no es coincidir con los destellos de lucidez y delirio,
sino, desarrollar la intensidad de estos elementos, al margen de su sesgo
estrictamente lírico. Es esperanzador el conocimiento de la poesía de este
libro: hay personajes, hay un lenguaje rotundo, hay contundencia constante. Hay
tiempo, hay lugar, hay escenario esperanzado, hay una certeza de saber hacia
dónde se quiere llegar, pues en esa ruta de «poetizar» la memoria, la poesía
escurre elegías y elegías que hacen un todo desequilibrador. Si Pound estetiza
la épica al límite de la no épica con fragmentos que definen el modo de
transmisión estética, que a la vez se imponen como forma para conseguir la
poesía final, es por la búsqueda de la poesía. En tanto Perse pone en práctica
los recursos del «homo faber» (lucidez), profundamente enraizado en una
ritualización tribal: la tribu avanza por producción, incluso los quehaceres
indigentes están tomados en cuenta no por olfato de una buena tierra, es por la
búsqueda de la poesía. La épica absorbe tiempo, pero no lugar. La épica de
Gorostiza es estetizar la negación de la muerte, tanto o igual que la épica de
«El preludio» de Wordsworth (delirio), ambos por la búsqueda de la poesía. Es
evidente que el delirio y la lucidez muchas veces se necesitan, otras veces
convergen, aunque si tenemos en cuenta los textos épicos inmediatos anteriores,
veremos que tienen sus propias raíces de estallido, que además pueden ser
comunes a poemas de otra naturaleza; pero lo importante aquí es que se hallan
inextricablemente enlazados al poema extenso contemporáneo donde, desde ahora
podría apuntarse «El libro de las sombras».
«El libro de las sombras» es un poema extenso y demoledor en el que
se transita por la muerte y la poesía, desde la noche de las sombras, hasta el
retorno casi genésico del protagonista de este poema/novela. Así, con sentido
cosmogónico y cotidiano, las imágenes acontecen fluctuantes entre los dos
extremos de lo místico: el fin y comienzo de las memorias y lo más inmediato y
comprensible de las pasiones humanas: su deseo de abolir la muerte y sus
demonios. Este intenso poema está concebido como un viaje personal, pero
también como un despliegue quimérico para cualquier humano. Los versos de este
poema/río buscan entender el destino, ya sea en lo celeste de las
constelaciones o en lo terrestre de los sentidos corporales. Este es un
deslizamiento legendario y odiséico, épico y ancestral y, sobre todo, terrenal.
Si no dijéramos que «El libro de las sombras» considera a la casa
familiar —la casa en la que uno nace y va creciendo junto a sus padres, sus
hermanos, su familia—; estaríamos obviando un espacio muy importante del libro,
porque hay muchas cosas referidas a este aspecto. Fulgen de por sí los nexos
que vinculan este asunto familiar con la memoria llena de recuerdos y de
imágenes que nos fueron marcando de señales, de cicatrices, de heridas como
árboles, de un tiempo que ya sólo retiene la conmemoración, quizá se esconda en
ella el principio de lo que fuimos, o la razón secreta que explique, en parte
al menos, algo de lo que luego, con el correr de los años, hemos llegado a ser.
El lugar de las cenizas y el pasto verde en el que aún se mueven como un potro
en libertad ese cúmulo de emociones y de experiencias que se ha sentido en la
casa familiar cuando, ya ausentes sus mayores, el joven Caballo regresa para
encontrarse con los objetos, con los recuerdos, con los vestigios de otro
tiempo al que ahora se enfrenta desde la nostalgia, la serenidad y una
consternación que alcanza a sus muchas preguntas, evocaciones y
redescubrimientos fulgurantes.
Sin duda, la propuesta poética del autor de «El libro de las
sombras» es una extensa reescritura de la nostalgia y la muerte como signos de
permanencia. La insondable prosa poética tiene en sus planes traspasar al
lector las angustias, los sueños, los desvaríos, a través de esa conocida
dicotomía vida/muerte donde el sentido de la muerte teje una señal que
atraviesa los puntos nodales de su propuesta poética. Con este libro el autor
procura desentrañar, registrar y entender esa extraña fragilidad de los
vínculos humanos, el sentimiento de inseguridad que esa inconsistencia inspira
y los deseos conflictivos que ese sentimiento despierta, provocando el impulso
de estrechar los lazos, pero manteniéndolos al mismo tiempo desajustados para
poder desanudarse y poder seguir andando en este mundo tan nuestro y tan humano
y tan imperfecto. Hay aquí también una asunción, consciente o inconsciente, de
la tradición poética peruana que tiene nexos, esencialmente, con el Eielson de
«Reinos», pues, sin duda, esta es una compleja elegía moderna de la infancia y
adolescencia del autor, pero que se extiende para la vida entera. Tal vez por
todo ello, la paradoja, los límites de la razón, el animal asediado por el
silencio (delirio) traspasa ese mutismo y canta. El animal de costumbre siente
en su viaje interior la necesidad de escribir (lucidez) y todo se confabula
para que este relato poético pueda lograr su objetivo final: conectarnos con
los secretos milenarios de la poesía, acercarnos al oráculo y al ensalmo
lírico.
El poeta, el jardín, los recuerdos de las palabras... |
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Aquí el primer libro:
LIBRO PRIMERO
Mi padre ojos de caballo
(Lo
amarraron con cenizas, parecía una flama ardiendo sobre trescientos lomos que
lo llevaban)
Manuscrito
hallado entre huesos insepultos, Omate, 1944
Yo arrastré tu
ataúd por un desierto de salamandras y escorpiones. Siete días con sus noches
anduve manchando la tierra con el color de nuestra sangre. Y al fin llegué
hasta la sombra del níspero que tú sembraste. Allí cavé un lugar para tus
huesos, padre. Y fue en la ausencia del sol cuando supe que tus ojos se
apagaron el día en que cientos de guerreros amanecieron colgando de tus labios.
Desde ese día los pájaros no han dejado de cantar, por eso ahora en nuestro
reino crecen enredaderas y helechos púrpuras. Por eso mis palabras hacen de
este reino un puñado de ceniza esparcida. Porque te debo a ti esta sangre que
recorre mi cuerpo ya sin ningún veneno. Ahora nadie cerrará tus ojos de
caballo, tu mirada como un campo de leños ardiendo, tu mirada que alguna vez
quiso anegrarse y que ahora nombra endechas y profecías.
: Aquel día,
como si aconteciera la muerte de un dios, deposité los sueños del hombre sobre
su pecho aún sangrante. Puse también, entre sus manos, un poco de maíz fresco
para que no padezca hambre en su galope hacia otro silencio. Y muy cerca de su
pecho, con el fin de mostrar al espíritu del viento que fue un tipo como ningún
otro, dejé envuelta su ropa color arcilla y sus sandalias hechas con piel de
hurón. Después, antes de abandonar su tumba, corté mi larga cabellera y la puse
a sus pies, quise estar seguro de que guiaría su alma hacia el lugar donde, no
obstante las tormentas y diluvios, viven los hombres de su estirpe. Y para
señalar su tumba, amontoné quijadas de caballo, palos quebrados, hojas de
higuera; quise poner una señal para que cuando su alma y otros caballos galopen
por allí, sepan de la ruta más allá de la vida. En ese lugar, estoy seguro,
todavía será un paisaje lento y lechoso. En las noches oscuras como esta, aún
empezará a enredarse entre los cabellos polvorientos de sus muertos.
Seguramente que sus ojos coronarán lo que queda de la esperanza, porque cada
noche lo sueño tan lleno de contento que cualquiera diría que no es él.
: En ese
alejamiento interior me puse a tantear lo improbable. Sin pensarlo siquiera,
comencé a contemplar la distancia y logré saber del crecimiento innecesario de
los pastos y los territorios del hombre; mis palabras de barro excedían.
Desnudo en la sombra, recosté mis huesos sobre un cúmulo de chojas y hierba
reventada; enmudecí. Entonces pude oír de la boca desdentada de mi abuelo: Hubo
un tiempo en que nuestros muertos permanecían entre los vivos. Danzaban y
bebían su muerte como si nunca fueran a terminarse. Algunos hablaban y callaban
sentados sobre un trono de huesos. Ordenaban agua desde un reino de piedras y
ceniza. No estoy hablando aquí de la muerte o la inmortalidad; estoy hablando
de un animal que rebalsaba sentimientos. Un animal gris, solitario y
silencioso; llevaba una corona en la cabeza. Ese descomunal incendio, mi padre:
un caballo sin riendas brotando del fuego. Un animal gris al que de cualquier
forma le sobrarán todas las edades juntas. Un rostro indefinido mezclándose con
los paisajes del lugar. Caballo inmóvil durmiendo en tanta sombra, mi padre.
: Ahora es
cuando empiezan a crecerte los muertos de todo este lugar. Quizá por eso me he
vestido de incertidumbre y abandono, porque quiero que sepas de qué estoy
hablando. Ahora es cuando los pájaros amanecen chamuscados en tu bosque. Este
es el tiempo en que empiezan a crecer flores en cada hueso tuyo. Esta es la
hora en que se suspenden los días dentro de ti. Entonces reescribo todos los
silencios que me dejaste. Y aquí, justo al alcance de nuestras manos, la sombra
de la soledad se hace polvo en tus axilas. Entonces lloro para desplumar los
cientos de pájaros que ofrendaron su vuelo por ti, con ellos construyo ceniza
emplumada para envolver mis manos. Y tú, con la certeza de que nadie trenzará
tus cabellos ni pulirá tus huesos blancos, enciendes las hogueras en las
quebradas y las colinas. Lo sabes bien, estos son los lugares del silencio,
aquí está el templo de agua que se va deshaciendo. No olvidarás que tú me diste
el vacío de la duda. Sé que tendré que quedarme aquí, en estas tierras de olor
reconocible. Aquí tendré que conjurar tu sombra bajo este último cuerpo. Aquí
dejaré atadas a la misma estaca, aquellas lágrimas que no quisiste secar con
tus manos. Sólo tú sabes lo que puede significar el rastro del llanto en mis
ojos. En tu misma muerte estaré viéndote, ese será mi único modo de tener un
trato contigo. Mira bien la ropa que me he puesto esta tarde. Sabes
perfectamente, Señor, a quién pertenecían estos mantos de arbusto y también
sabes de qué te voy a hablar ahora mismo.
(SI RECUERDO TU
ROSTRO, ES SOLAMENTE POR LAS GANAS DE VER UN CIELO AZUL A CADA INSTANTE.)
[...] Este
montón de huesos brillando en la noche. Estos dedos de humo que van poblando
tus sueños. Estas palabras antiguas confundiéndose con la ceniza, estas piedras
que van rodando por tu camino; todo esto se ha vuelto una ruta de salamandras
que corren hacia un reino que ya se hizo polvo hace tiempo, demasiado tarde
para volver a soltar las aguas del río que nos daba de beber. Hablo de tus
barbas de ochocientos días sin cortar. Hablo de tu ternura, esa que cabía en
una sola palabra tuya, y que tal vez por eso sea para siempre.
[...] La última
vez que estreché tu mano, dejaste que la lluvia lavara mis ojos. Dejaste que
mis manos tomaran un durazno de esa mesa que nunca existió. Consentiste, padre,
que mirara el cielo y que unas tiernas avecillas cayeran desplumadas y oscuras
en tu lecho tibio. Si te hablo de nuestro reino, así como me ves, cubierto de
saliva y espuma, es porque aún conservo tu silencio en mis manos, y como nunca,
importan mucho nuestros corazones, caminando entre el pasto, las flores, la
sangre; pero caminado hacia el lugar donde lavaremos nuestras penas. Tus
palabras sólo existen como un sueño, como un repentino presagio. Nadie respira
cuando dejo estas endechas sobre la humareda que provocan las trenzas de mi
madre. Es el humo el que te persigue a donde estés. Tus palabras no eran
solamente para hablar. La corona que tengo en la cabeza es el recuerdo más
brillante que guardo de ti, es la imagen que no se desgasta, tu presencia que
velaba mis sueños. La más delgada palabra que camina por los corredores del
palacio sin nunca encontrarte. Mira hacia la entrada del reino: pedazos
bermellones de excremento brillan en el patio. Tus enemigos se alejan tristes
porque el silencio de tu voz supo callar como el viento y la manzanilla. Hoy sé
que hallaré consuelo durmiendo con las puertas abiertas de nuestro reino. Tal
vez la ausencia y yo hablemos el mismo bosque. Porque hubiese querido espigas
de trigo y vino en tu frente, pero ahora gobiernas en el calor de un gran harén
de hembras, eres un dios de otra parte, quizá por eso haya una colección de
cuchillos pensando en tu pecho. Y quizá debido a eso sea comprensible que este
luto de las danzas todavía esté tiritando por ti. Hay un piafar de caballos en
los caminos largos que nos aguardan. ¿Es acaso éste un galopar y desbocarse de
caballos en las cuestas? Hay una rienda suelta donde falta tu mano. Hay un
centenar de ijares y espuelas que huelen a madrugadas. Un estribo de plata
reclama el peso y la fuerza de tus pies. Hay alguien que reclama tu perfume de
alfalfa por estos caminos pardos. Lejos, una mujer quema las arpas, rompe sus
brazaletes, entre los relinchos de caballos a la orilla del río, quiere hablar,
dos ánimas sombrías la abanican con mantones amarillos. Es una flor que sangra
desde ahora. Es una lejana mujer.
(QUE DUERMAN
PARA SIEMPRE LAS LIBÉLULAS QUE VOLABAN INCIERTAS EN EL FONDO DE SU CORAZÓN.)
El tiempo se
desgasta lentamente cuando recuerdo sus sienes blancas y su barba tupida. Su
voz aún mueve los arados y las cosas buenas de nuestro reino. Nadie sabrá
cuántos pájaros han muerto en el jardín. Tampoco podrán escuchar sus palabras
confundiéndose con el galopar de mil caballos desbocados. En esta tarde de
neblina y silencio negro, vuelan bandadas de lechuzas hacia las retamas, allí
guardo las sandalias ensangrentadas de mi padre. Lechuzas como un velo de
muerte, sus silencios no pueden volar solos, no pueden vivir solos. No morirán
solos. Mañana habrá una colección de nidos sombríos en el centro de sus
sandalias. Mi padre será el silencio para siempre. Nadie sabe los secretos que
él ha guardado en el armario de cedro. Nadie sabe lo que esconde en los
bolsillos del suéter gris que usaba en invierno. Nadie sabe por qué los corredores
principales del reino todavía huelen a incienso y mirra. Nadie sabe de sus
manos arrugadas y del polvo que raspa sus ojos. Nadie sabe que antes de
recorrer ese camino, él era el camino.
(MI PADRE VUELVE
A SER EL MISMO SILENCIO DE ANTES, ÉL ES EL CABALLO QUE, AL IRSE, LE REGALÓ CIEN
AÑOS DE VIDA A MI NIÑEZ)
Éstas fueron las
únicas palabras que alguna vez le oí decir: LLEVAS UN HERMOSO ANIMAL DENTRO DE
TI. NUNCA SUELTES EL CIELO QUE AHORA GUARDO EN TUS MANOS. Alto y duro como un
trozo de lloque, mi padre abrigaba su reino como un cóndor su nido. Entre los
cactus descansaban su grito y sus ojos. Cada nuevo día despertaba cubierto de
rocío. (MI PADRE ERA UN TROZO IMPORTANTE DEL AMANECER.) Al ver salir el humo de
los pastos y notar que las lechuzas vuelan en silencio, pienso que mi padre no
volverá jamás, su sombra, niebla errante, cubre estas palabras. Las riendas que
se arrastran en la comarca se confunden con la polvareda. Siento que al
amanecer un aguacero inundará mi corazón. Hace ya mucho tiempo que nuestros
huesos permanecen esparcidos en el baúl de cedro que celosamente cuida nuestro
perro guardián, allá en la casa de la mamagrande. Será por eso que esta noche
sacudo con desesperación la ceniza y la polvareda que pretenden envolver
nuestras palabras, esas que aprendieron a decir ternura sin el mayor esfuerzo.
En las aguas del río que marcan el más grande límite de nuestro reino, allí
cortaré mi frente y haré que mi sangre alcance los pies de mi padre. Entonces
habrá un nuevo territorio y será poblado por extraños animales. Entonces estas
aguas dejarán de ser rojas. El nombre de mi padre significará eternidad. Estará
escrito sobre el agua y el cielo y en los silencios de estas palabras. Cada vez
que hable de mi padre, la muerte sabrá encogerse en algún lugar de los
establos. Ahora debo enterrar en la ceniza la luz de las candelas que brillan
en la punta de los cerros. Si él supiera que el silencio hace flores esta tarde
en que cruzan pájaros viejos entre los sauces. Si él supiera que pienso estas cosas
sentado bajo la sombra de un níspero enorme. Si él supiera que hubo un tiempo
en que no creí que era mi padre. Una mañana vi claramente que salían astros de
los ojos del Rey, entonces dije: mi padre es Dios. Desde ese día solía verlo en
las noches inventando estrellas, fraguando la perfección de la muerte. A veces,
cuando las lluvias se alejaban, yo lo veía trazando oscuras nubes. Ahora hay
sequía y polvareda en nuestro reino. Si él supiera. El ruido de estas palabras
no despertará sus ojos, sólo su nombre, casi como aquella Leyenda del Rey y la
muerte.
Otra lectura de "Cuaderno de ceniza" a cargo de José Gabriel Valdivia |
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