miércoles, 25 de diciembre de 2013

LUCIDEZ Y DELIRIO EN «EL LIBRO DE LAS SOMBRAS»




LUCIDEZ Y DELIRIO EN
«EL LIBRO DE LAS SOMBRAS»

Walter L. Bedregal Paz

 

La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente, con este laudo de François Mauriac podríamos empezar una lectura de «El libro de las sombras». Este libro —merecedor, el año 2011, del Primer Premio Copé Internacional de Poesía en Perú— de Darwin Bedoya (Perú, 1974) es un poema/novela que tiene como protagonista a la memoria ataviada de muerte: desde la voz del hijo/caballo se reconstruye toda una época; y a la vez se ofrece la regresión de la formación de un mundo, un cosmos, que es la clave del destino. La infancia huérfana, el olvido y la algarabía nostálgica, son algunos de los hitos que suscita este recordar. Además, están claramente los desafectos, la melancolía y los años primeros de una vida —en contraste con los paratextos—transcurrida en algún lugar del sur peruano, en el conjunto de las decisiones, en aquellos sitios de traspase donde la vida era otro mundo y hablaba en direcciones contrarias, todo eso se somete al escrutinio del narrador/lírico. Es él quien recuerda, reconoce la mirada de aquel día de huesos y de ceniza. Él es el caballo que se acerca con mayores vértigos y a pasos agigantados a un lugar hace tiempo abandonado. Su conciencia y su vida son la nuestra cuando expresa el pronunciamiento final: [Sabrás que tu esqueleto amarillo, ese caballo errante que agoniza en ti, ese hueso andante ya no vivirá con la esperanza de llegar a ser un recuerdo. Podrás olvidarte de eso. Porque ahora, desde tu nuca empieza a nacer un nuevo amanecer. Desde allí podrás ver que soy tu oscuridad última, y que estas palabras serán el tamaño de tu sombra. Ya vienes: se oye el derrumbe de los pastos. Los pájaros levantan el vuelo. Las neblinas se disipan con el mismo gesto de esta desesperación que nos hace semejantes. Tu dentadura de caballo viene raspando el rocío. Próximo Caballo, viento sentado, Caballo próximo, suelta esa cabellera de serpientes. Aprieta tus labios para que no logren escapar los nombres que quieres decir. Que nadie diga nada. Que comience otra vez el silencio, que no se acabe tu nombre antes que la eternidad empiece a terminarse.]

Darwin Bedoya, su discurso al recibir el Premio Copé de Oro de poesía 2011
 
Los diez libros  que hacen el poemario total, son un solo texto llevado a lo fundamental: estar vivo junto a los demás, incluso junto a los muertos. Esa atracción, contradictoria y casi imposible, convierte la experiencia del mundo en un imán y en una fulminación: «El libro de las sombras» es el libro de los muertos que están aquí con nosotros: todos vivos, y tornándose al final en la confusión del cuerpo. La voz del sujeto lírico avanza hasta su propia raíz, en espirales, hacia la oscuridad/luminosidad que no tiene nombre o que se puede denominar de muchas formas, como se afirma en todo el discurrir lírico/épico, épico/lírico. Los textos oscilan entre la evocación de una atmósfera de nítidas memorias a la contemplación intensa de la vida contigua y sus continuidades; todo ello coronado de una decisiva hondura épica que no es otra cosa que la audacia en la forma expresiva/poética y una indudable sinceridad y revelación de los instantes del mundo que al poeta le han demorado y le han atravesado. Estos poemas se fundamentan en la hondura de la percepción y traban una relación entre las evocaciones arquetípicas y la vida cotidiana, para rescatar el valor y la dimensión de los héroes de nuestra vida, la vida plena de aquellos que tienen su sitio en la muerte y en la vida, en el tiempo y el destiempo, en el despertar y en el dormir, en el abandono y la memoria, inclusive en el olvido.
Creo que no era posible narrar/fabular una épica de esta magnitud y gradación. No era posible la entelequia de un imaginario tan intenso como el que encontramos en este libro. Por si fuera poca imposibilidad estética, creo que no era fácil presuponer una necesaria estabilidad lírica, una voz definitiva, con colectividad de más de tres voces líricas primordiales, activas y presentes para reemprender el camino formal épico alrededor de la vida y la muerte, o en busca de ambas.
Este libro nos hace pensar en los más recientes intentos épicos anteriores, por ejemplo en el «Anabase» de Perse, «Los Cantos» de Pound, el «Canto general» de Neruda, «Canto a un dios mineral» de Jorge Cuesta, «Omeros» de Derek Walcott, «El Preludio» de Wordsworth, «Muerte sin fin» de Gorostiza, y, en las «Elegías de Bierville» de Carles Riba y tantos otros que fácilmente podrían conectarse con este cosmos épico-genésico de Bedoya. Lo que hace «El libro de las sombras» no es coincidir con los destellos de lucidez y delirio, sino, desarrollar la intensidad de estos elementos, al margen de su sesgo estrictamente lírico. Es esperanzador el conocimiento de la poesía de este libro: hay personajes, hay un lenguaje rotundo, hay contundencia constante. Hay tiempo, hay lugar, hay escenario esperanzado, hay una certeza de saber hacia dónde se quiere llegar, pues en esa ruta de «poetizar» la memoria, la poesía escurre elegías y elegías que hacen un todo desequilibrador. Si Pound estetiza la épica al límite de la no épica con fragmentos que definen el modo de transmisión estética, que a la vez se imponen como forma para conseguir la poesía final, es por la búsqueda de la poesía. En tanto Perse pone en práctica los recursos del «homo faber» (lucidez), profundamente enraizado en una ritualización tribal: la tribu avanza por producción, incluso los quehaceres indigentes están tomados en cuenta no por olfato de una buena tierra, es por la búsqueda de la poesía. La épica absorbe tiempo, pero no lugar. La épica de Gorostiza es estetizar la negación de la muerte, tanto o igual que la épica de «El preludio» de Wordsworth (delirio), ambos por la búsqueda de la poesía. Es evidente que el delirio y la lucidez muchas veces se necesitan, otras veces convergen, aunque si tenemos en cuenta los textos épicos inmediatos anteriores, veremos que tienen sus propias raíces de estallido, que además pueden ser comunes a poemas de otra naturaleza; pero lo importante aquí es que se hallan inextricablemente enlazados al poema extenso contemporáneo donde, desde ahora podría apuntarse «El libro de las sombras».
«El libro de las sombras» es un poema extenso y demoledor en el que se transita por la muerte y la poesía, desde la noche de las sombras, hasta el retorno casi genésico del protagonista de este poema/novela. Así, con sentido cosmogónico y cotidiano, las imágenes acontecen fluctuantes entre los dos extremos de lo místico: el fin y comienzo de las memorias y lo más inmediato y comprensible de las pasiones humanas: su deseo de abolir la muerte y sus demonios. Este intenso poema está concebido como un viaje personal, pero también como un despliegue quimérico para cualquier humano. Los versos de este poema/río buscan entender el destino, ya sea en lo celeste de las constelaciones o en lo terrestre de los sentidos corporales. Este es un deslizamiento legendario y odiséico, épico y ancestral y, sobre todo, terrenal.
Si no dijéramos que «El libro de las sombras» considera a la casa familiar —la casa en la que uno nace y va creciendo junto a sus padres, sus hermanos, su familia—; estaríamos obviando un espacio muy importante del libro, porque hay muchas cosas referidas a este aspecto. Fulgen de por sí los nexos que vinculan este asunto familiar con la memoria llena de recuerdos y de imágenes que nos fueron marcando de señales, de cicatrices, de heridas como árboles, de un tiempo que ya sólo retiene la conmemoración, quizá se esconda en ella el principio de lo que fuimos, o la razón secreta que explique, en parte al menos, algo de lo que luego, con el correr de los años, hemos llegado a ser. El lugar de las cenizas y el pasto verde en el que aún se mueven como un potro en libertad ese cúmulo de emociones y de experiencias que se ha sentido en la casa familiar cuando, ya ausentes sus mayores, el joven Caballo regresa para encontrarse con los objetos, con los recuerdos, con los vestigios de otro tiempo al que ahora se enfrenta desde la nostalgia, la serenidad y una consternación que alcanza a sus muchas preguntas, evocaciones y redescubrimientos fulgurantes.
Sin duda, la propuesta poética del autor de «El libro de las sombras» es una extensa reescritura de la nostalgia y la muerte como signos de permanencia. La insondable prosa poética tiene en sus planes traspasar al lector las angustias, los sueños, los desvaríos, a través de esa conocida dicotomía vida/muerte donde el sentido de la muerte teje una señal que atraviesa los puntos nodales de su propuesta poética. Con este libro el autor procura desentrañar, registrar y entender esa extraña fragilidad de los vínculos humanos, el sentimiento de inseguridad que esa inconsistencia inspira y los deseos conflictivos que ese sentimiento despierta, provocando el impulso de estrechar los lazos, pero manteniéndolos al mismo tiempo desajustados para poder desanudarse y poder seguir andando en este mundo tan nuestro y tan humano y tan imperfecto. Hay aquí también una asunción, consciente o inconsciente, de la tradición poética peruana que tiene nexos, esencialmente, con el Eielson de «Reinos», pues, sin duda, esta es una compleja elegía moderna de la infancia y adolescencia del autor, pero que se extiende para la vida entera. Tal vez por todo ello, la paradoja, los límites de la razón, el animal asediado por el silencio (delirio) traspasa ese mutismo y canta. El animal de costumbre siente en su viaje interior la necesidad de escribir (lucidez) y todo se confabula para que este relato poético pueda lograr su objetivo final: conectarnos con los secretos milenarios de la poesía, acercarnos al oráculo y al ensalmo lírico.
 
El poeta, el jardín, los recuerdos de las palabras...
 
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Aquí el primer libro:


LIBRO PRIMERO
Mi padre ojos de caballo


(Lo amarraron con cenizas, parecía una flama ardiendo sobre trescientos lomos que lo llevaban)


Manuscrito hallado entre huesos insepultos, Omate, 1944


Yo arrastré tu ataúd por un desierto de salamandras y escorpiones. Siete días con sus noches anduve manchando la tierra con el color de nuestra sangre. Y al fin llegué hasta la sombra del níspero que tú sembraste. Allí cavé un lugar para tus huesos, padre. Y fue en la ausencia del sol cuando supe que tus ojos se apagaron el día en que cientos de guerreros amanecieron colgando de tus labios. Desde ese día los pájaros no han dejado de cantar, por eso ahora en nuestro reino crecen enredaderas y helechos púrpuras. Por eso mis palabras hacen de este reino un puñado de ceniza esparcida. Porque te debo a ti esta sangre que recorre mi cuerpo ya sin ningún veneno. Ahora nadie cerrará tus ojos de caballo, tu mirada como un campo de leños ardiendo, tu mirada que alguna vez quiso anegrarse y que ahora nombra endechas y profecías.

: Aquel día, como si aconteciera la muerte de un dios, deposité los sueños del hombre sobre su pecho aún sangrante. Puse también, entre sus manos, un poco de maíz fresco para que no padezca hambre en su galope hacia otro silencio. Y muy cerca de su pecho, con el fin de mostrar al espíritu del viento que fue un tipo como ningún otro, dejé envuelta su ropa color arcilla y sus sandalias hechas con piel de hurón. Después, antes de abandonar su tumba, corté mi larga cabellera y la puse a sus pies, quise estar seguro de que guiaría su alma hacia el lugar donde, no obstante las tormentas y diluvios, viven los hombres de su estirpe. Y para señalar su tumba, amontoné quijadas de caballo, palos quebrados, hojas de higuera; quise poner una señal para que cuando su alma y otros caballos galopen por allí, sepan de la ruta más allá de la vida. En ese lugar, estoy seguro, todavía será un paisaje lento y lechoso. En las noches oscuras como esta, aún empezará a enredarse entre los cabellos polvorientos de sus muertos. Seguramente que sus ojos coronarán lo que queda de la esperanza, porque cada noche lo sueño tan lleno de contento que cualquiera diría que no es él.

: En ese alejamiento interior me puse a tantear lo improbable. Sin pensarlo siquiera, comencé a contemplar la distancia y logré saber del crecimiento innecesario de los pastos y los territorios del hombre; mis palabras de barro excedían. Desnudo en la sombra, recosté mis huesos sobre un cúmulo de chojas y hierba reventada; enmudecí. Entonces pude oír de la boca desdentada de mi abuelo: Hubo un tiempo en que nuestros muertos permanecían entre los vivos. Danzaban y bebían su muerte como si nunca fueran a terminarse. Algunos hablaban y callaban sentados sobre un trono de huesos. Ordenaban agua desde un reino de piedras y ceniza. No estoy hablando aquí de la muerte o la inmortalidad; estoy hablando de un animal que rebalsaba sentimientos. Un animal gris, solitario y silencioso; llevaba una corona en la cabeza. Ese descomunal incendio, mi padre: un caballo sin riendas brotando del fuego. Un animal gris al que de cualquier forma le sobrarán todas las edades juntas. Un rostro indefinido mezclándose con los paisajes del lugar. Caballo inmóvil durmiendo en tanta sombra, mi padre.

: Ahora es cuando empiezan a crecerte los muertos de todo este lugar. Quizá por eso me he vestido de incertidumbre y abandono, porque quiero que sepas de qué estoy hablando. Ahora es cuando los pájaros amanecen chamuscados en tu bosque. Este es el tiempo en que empiezan a crecer flores en cada hueso tuyo. Esta es la hora en que se suspenden los días dentro de ti. Entonces reescribo todos los silencios que me dejaste. Y aquí, justo al alcance de nuestras manos, la sombra de la soledad se hace polvo en tus axilas. Entonces lloro para desplumar los cientos de pájaros que ofrendaron su vuelo por ti, con ellos construyo ceniza emplumada para envolver mis manos. Y tú, con la certeza de que nadie trenzará tus cabellos ni pulirá tus huesos blancos, enciendes las hogueras en las quebradas y las colinas. Lo sabes bien, estos son los lugares del silencio, aquí está el templo de agua que se va deshaciendo. No olvidarás que tú me diste el vacío de la duda. Sé que tendré que quedarme aquí, en estas tierras de olor reconocible. Aquí tendré que conjurar tu sombra bajo este último cuerpo. Aquí dejaré atadas a la misma estaca, aquellas lágrimas que no quisiste secar con tus manos. Sólo tú sabes lo que puede significar el rastro del llanto en mis ojos. En tu misma muerte estaré viéndote, ese será mi único modo de tener un trato contigo. Mira bien la ropa que me he puesto esta tarde. Sabes perfectamente, Señor, a quién pertenecían estos mantos de arbusto y también sabes de qué te voy a hablar ahora mismo.

(SI RECUERDO TU ROSTRO, ES SOLAMENTE POR LAS GANAS DE VER UN CIELO AZUL A CADA INSTANTE.)

[...] Este montón de huesos brillando en la noche. Estos dedos de humo que van poblando tus sueños. Estas palabras antiguas confundiéndose con la ceniza, estas piedras que van rodando por tu camino; todo esto se ha vuelto una ruta de salamandras que corren hacia un reino que ya se hizo polvo hace tiempo, demasiado tarde para volver a soltar las aguas del río que nos daba de beber. Hablo de tus barbas de ochocientos días sin cortar. Hablo de tu ternura, esa que cabía en una sola palabra tuya, y que tal vez por eso sea para siempre.

[...] La última vez que estreché tu mano, dejaste que la lluvia lavara mis ojos. Dejaste que mis manos tomaran un durazno de esa mesa que nunca existió. Consentiste, padre, que mirara el cielo y que unas tiernas avecillas cayeran desplumadas y oscuras en tu lecho tibio. Si te hablo de nuestro reino, así como me ves, cubierto de saliva y espuma, es porque aún conservo tu silencio en mis manos, y como nunca, importan mucho nuestros corazones, caminando entre el pasto, las flores, la sangre; pero caminado hacia el lugar donde lavaremos nuestras penas. Tus palabras sólo existen como un sueño, como un repentino presagio. Nadie respira cuando dejo estas endechas sobre la humareda que provocan las trenzas de mi madre. Es el humo el que te persigue a donde estés. Tus palabras no eran solamente para hablar. La corona que tengo en la cabeza es el recuerdo más brillante que guardo de ti, es la imagen que no se desgasta, tu presencia que velaba mis sueños. La más delgada palabra que camina por los corredores del palacio sin nunca encontrarte. Mira hacia la entrada del reino: pedazos bermellones de excremento brillan en el patio. Tus enemigos se alejan tristes porque el silencio de tu voz supo callar como el viento y la manzanilla. Hoy sé que hallaré consuelo durmiendo con las puertas abiertas de nuestro reino. Tal vez la ausencia y yo hablemos el mismo bosque. Porque hubiese querido espigas de trigo y vino en tu frente, pero ahora gobiernas en el calor de un gran harén de hembras, eres un dios de otra parte, quizá por eso haya una colección de cuchillos pensando en tu pecho. Y quizá debido a eso sea comprensible que este luto de las danzas todavía esté tiritando por ti. Hay un piafar de caballos en los caminos largos que nos aguardan. ¿Es acaso éste un galopar y desbocarse de caballos en las cuestas? Hay una rienda suelta donde falta tu mano. Hay un centenar de ijares y espuelas que huelen a madrugadas. Un estribo de plata reclama el peso y la fuerza de tus pies. Hay alguien que reclama tu perfume de alfalfa por estos caminos pardos. Lejos, una mujer quema las arpas, rompe sus brazaletes, entre los relinchos de caballos a la orilla del río, quiere hablar, dos ánimas sombrías la abanican con mantones amarillos. Es una flor que sangra desde ahora. Es una lejana mujer.

(QUE DUERMAN PARA SIEMPRE LAS LIBÉLULAS QUE VOLABAN INCIERTAS EN EL FONDO DE SU CORAZÓN.)

El tiempo se desgasta lentamente cuando recuerdo sus sienes blancas y su barba tupida. Su voz aún mueve los arados y las cosas buenas de nuestro reino. Nadie sabrá cuántos pájaros han muerto en el jardín. Tampoco podrán escuchar sus palabras confundiéndose con el galopar de mil caballos desbocados. En esta tarde de neblina y silencio negro, vuelan bandadas de lechuzas hacia las retamas, allí guardo las sandalias ensangrentadas de mi padre. Lechuzas como un velo de muerte, sus silencios no pueden volar solos, no pueden vivir solos. No morirán solos. Mañana habrá una colección de nidos sombríos en el centro de sus sandalias. Mi padre será el silencio para siempre. Nadie sabe los secretos que él ha guardado en el armario de cedro. Nadie sabe lo que esconde en los bolsillos del suéter gris que usaba en invierno. Nadie sabe por qué los corredores principales del reino todavía huelen a incienso y mirra. Nadie sabe de sus manos arrugadas y del polvo que raspa sus ojos. Nadie sabe que antes de recorrer ese camino, él era el camino.
(MI PADRE VUELVE A SER EL MISMO SILENCIO DE ANTES, ÉL ES EL CABALLO QUE, AL IRSE, LE REGALÓ CIEN AÑOS DE VIDA A MI NIÑEZ)

Éstas fueron las únicas palabras que alguna vez le oí decir: LLEVAS UN HERMOSO ANIMAL DENTRO DE TI. NUNCA SUELTES EL CIELO QUE AHORA GUARDO EN TUS MANOS. Alto y duro como un trozo de lloque, mi padre abrigaba su reino como un cóndor su nido. Entre los cactus descansaban su grito y sus ojos. Cada nuevo día despertaba cubierto de rocío. (MI PADRE ERA UN TROZO IMPORTANTE DEL AMANECER.) Al ver salir el humo de los pastos y notar que las lechuzas vuelan en silencio, pienso que mi padre no volverá jamás, su sombra, niebla errante, cubre estas palabras. Las riendas que se arrastran en la comarca se confunden con la polvareda. Siento que al amanecer un aguacero inundará mi corazón. Hace ya mucho tiempo que nuestros huesos permanecen esparcidos en el baúl de cedro que celosamente cuida nuestro perro guardián, allá en la casa de la mamagrande. Será por eso que esta noche sacudo con desesperación la ceniza y la polvareda que pretenden envolver nuestras palabras, esas que aprendieron a decir ternura sin el mayor esfuerzo. En las aguas del río que marcan el más grande límite de nuestro reino, allí cortaré mi frente y haré que mi sangre alcance los pies de mi padre. Entonces habrá un nuevo territorio y será poblado por extraños animales. Entonces estas aguas dejarán de ser rojas. El nombre de mi padre significará eternidad. Estará escrito sobre el agua y el cielo y en los silencios de estas palabras. Cada vez que hable de mi padre, la muerte sabrá encogerse en algún lugar de los establos. Ahora debo enterrar en la ceniza la luz de las candelas que brillan en la punta de los cerros. Si él supiera que el silencio hace flores esta tarde en que cruzan pájaros viejos entre los sauces. Si él supiera que pienso estas cosas sentado bajo la sombra de un níspero enorme. Si él supiera que hubo un tiempo en que no creí que era mi padre. Una mañana vi claramente que salían astros de los ojos del Rey, entonces dije: mi padre es Dios. Desde ese día solía verlo en las noches inventando estrellas, fraguando la perfección de la muerte. A veces, cuando las lluvias se alejaban, yo lo veía trazando oscuras nubes. Ahora hay sequía y polvareda en nuestro reino. Si él supiera. El ruido de estas palabras no despertará sus ojos, sólo su nombre, casi como aquella Leyenda del Rey y la muerte.

Otra lectura de "Cuaderno de ceniza" a cargo de José Gabriel Valdivia
 

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