martes, 20 de octubre de 2009

HUMAREDA MON AMOUR



Por: Luis Pacora Cabrera


La vida del “último bohemio” recreada a través de la memoria de dos mujeres que conocieron y compartieron parte esencial de sus vidas con el artista puneño.

21 de noviembre de 1986. Hace veinte años y algo más, la menuda cabeza de un risueño pintor se estremecía sobre la almohada de un hospital. Mientras la enfermera de turno cogía su mano con fervor, él dibujaba sus últimos gestos de vida. Aquella vida entregada al color, la belleza femenina y la poesía urbana que late en la otra cara de la ciudad.
Como cientos de inmigrantes que por entonces llegaban a la capital, Víctor Humareda arribó a Lima en 1939, con la convicción de estudiar artes plásticas. Al parecer, la pintura, la luz y los colores se impregnaron en él desde que abrió los ojos en 1920, entre las paredes rosáceas de su natal Lampa. En 1947 se graduaría en la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), lo que constituiría el inicio de su verdadero aprendizaje.


IVETTE
Humareda siempre iba a Bellas Artes, visitaba los talleres, hablaba con los alumnos; como aquella mañana de 1980 en que se acercó a una alumna y le aconsejó dejar de ver la pintura como una simple fotografía. Semanas después aquella muchacha abandonó la compañía de sus amigos y sepuso a disposición del espíritu y los ánimos del artista. Ivette Taboada se convirtió desde entonces, en la cómplice predilecta del pintor.
Desde la calidez de su cocina, ella sonríe y dice que una tarde, mientras caminaban por la Plaza 2 de Mayo, una melodía de Gardel se esparció por el aire. Humareda le hizo una venia y al instante se entregaron al baile, en un vuelo de risas. Su viaje a Buenos Aires fue muy importante porque afianzó su pasión por el expresionismo, además del gusto por el tango, cuenta la improvisada bailarina antes de recordar también a Enrique de Larrañaga, pintor argentino en cuyos compadritos porteños y personajes circenses, Humareda vio reflejada su vocación por lo marginal y bufonesco.
Esa feria de fantasía y color ya había visitado a la propia Ivette, quien se escapó con un circo con tan solo quince abriles y, aunque tuvo que volver, aquella experiencia tal vez fue el preludio que la llevaría a abandonar Huanuco años después, del mismo modo en que Humareda había experimentado el desarraigo cuando en 1939 abandonó a su familia y ciudad para atender el llamado de su naturaleza.
Ya en Lima, este personaje de figura desfachatada y cara de cholo cachaciento, haría patente ese germen de provocación y gran amplitud de humanidad. Ivette recuerda que Humareda prefirió convivir entre ambulantes, faites de esquina y chaufas al paso de La Parada, a las acogedoras calles de Montmartre, en Francia. Y no era que careciera de charme. Siempre risueña, nos dice que el pintor llegó incluso a visitar el Moulin Rouge, encandilado por las esbeltas bailarinas del lugar, aunque lamentablemente no pudo más que pellizcar a una de ellas porque no hablaba el idioma. A los pocos días huiría de Francia.
“Humareda se sintió decepcionado de buscar a sus amigos Delacroix, Monet o Van Gogh y solo encontrar cuadros colgados en museos”, relata ella que también usa el pincel. A fin de cuentas, La Parada siempre fue su Montmartre, su lugar de culto, de paseos nocturnos, bares conventuales, burdeles acicalados y la habitación 203 del Lima Hotel, donde siempre lo esperaba su adorada Marilyn.


¡OH MARILYN!
Al cholo le gustaban bellas y resueltas. Tenía amigas por doquier, pero él prefería a las que nadie prestaba atención. Tal vez por ello frecuentaba burdeles como La Nené, en La Victoria, donde llegaba para encontrar a sus amigas, “incluso disfrazándome de hombre”, dice Ivette, solo con el fin de que fuera partícipe del jolgorio que se armaba cada vez que llegaba a bailar, conversar y dibujar en estos lugares. Siempre así, hasta volver al hotel, porque él solo amaba a Monroe.
“Víctor se identificaba mucho con la vida trágica de Marilyn, con su soledad a pesar de la fama”. La soledad, nuestra verdadera condición humana, fue la silenciosa compañera del pintor, por ello apreciaba tanto a sus amigos -los vivos y los muertos- con quienes conversaba largas horas en la azotea del hotel. Al caer la noche, el arlequín quedaba pensativo en medio de sus pinturas.


LA LUZ DE LOS MÁRGENES
Transcurrían los primeros años ochenta, luego de doce años de dictadura militar, bajo promesas de cambio, crisis social, inestabilidad económica, guerra en Las Malvinas y Hola Yola: Humareda caminaba por la vereda de enfrente. Incontables fueron las noches en que, a la saga del pintor, Ivette ambulaba por las calles de Lima en ese buscar sin buscar, guiados por el espíritu de los impresionistas, en busca de la belleza cotidiana, urbana, sencilla. La imagen de un gato negro sobre un muro, iluminado por un farol de la Quinta Heeren, es algo que ella aún recuerda con la vívida emoción de su voz al relatarlo.
“Víctor pintaba arlequines porque decía que en ellos se reflejaban todos los estados del hombre: el dramatismo, la alegría, la ira”. Histriónicos, alegres, consecuentes y reflexivos. Ivette habla de los arlequines como describiendo a Humareda, de quien rescata su perenne militancia en la lucha por la libertad, aquella que para 1984 era nuevamente afectada por coches bomba, toques de queda y erráticas acciones antisubversivas.
En medio de este escenario, Humareda caminaba por los pasillos del Lima Hotel aturdido por sus propias angustias: la del insoportable administrador que le cobraba día a día el alquiler, los inmorales encopetados que se llevaban sus cuadros para pagarle jamás o la marginación constante y sonante de aquellos que lo tildaban de borracho o loco. Quizá por ello optaría por construirse su propia realidad, lejos de los noticieros.


EL ÚLTIMO ROMÁNTICO
Maestro, para usted, ¿qué significa Vargas Llosa?
No existe.
Maestro, para usted, ¿quién es el mejor pintor del Perú?”
Víctor Humareda.


Largas fueron las noches en que, echado sobre su cama, Humareda escuchaba atentamente la voz de Ivette. Ella, con mirada perdida, recuerda su propia imagen sentada a un lado, leyendo en voz alta libros sobre pintura, literatura, filosofía o lo que deseara el pintor en aquel momento. Un cáncer a la garganta había minado por completo su salud mas no su espíritu. “Humareda antes que artista era hombre”, pronuncia con voz maternal Ivette, “por ello, se divertía filosofando tanto con señorones de algún cafetín miraflorino como con las madres de sus amigos a quienes visitaba desde temprano para ganarse con el almuerzo".
“El verdadero artista debe pasar por tres etapas: la de obrero, filósofo y artista”,
solía decir el pintor. Bajo esta filosofía de vida, demostraba, por convicción, que el arte era una religión y como tal la entrega debía ser total. De allí su indignación al enterarse que Ivette había quedado embarazada. Con cierta pena, ella recuerda cómo en esos días de 1985, Humareda no perdonaba la traición “al apostolado del arte” de su discípula. Pero esto no le duró más de una semana ya que el cariño que éste le profesaba diluyó cualquier molestia. “Total -le dijo- él se queda con tu cuerpo pero yo con tu espíritu”.


EDBY
Una noche del 2006, un homenaje organizado por la Biblioteca Nacional culminaba con el inesperado testimonio de una mujer que se levantó de entre el público. Habían pasado veintitrés años desde la primera vez que lo conoció en el hospital del Instituto de Neoplásicas. Fue el espíritu infantil y desenfado de aquel paciente la primera impresión que guardó Edby Blanco, quien entonces trabajaba como enfermera en dicho hospital.
Luego de beber un vaso de chicha, Edby acalla y una melodía criolla parece volver a sus oídos: es la imagen de Humareda bailándose un valsecito en pleno cuarto de hospital, por lo que logra decir. Cuenta que mucho después se enteró a través de alumnos de Bellas Artes, quién era realmente ese risueño dibujante que le había enseñado a pronunciar correctamente los nombres de Delacroix o Gauguin.
“Recuerdo que solía lavarle su carita, afeitarlo, incluso cortarle su cabello. Cuando ya estaba chic, llamaba al médico”. En medio de la charla, Edby me ofrece un plato de comida con maternal amabilidad, quizá la misma que tantas veces ofreció a Humareda, quien al poco tiempo perdió la voz debido al cáncer que lo aquejaba. “Siempre fue muy fuerte y alegre a pesar de la enfermedad, tenía confianza en que se curaría pronto, aunque eso era casi imposible”, recuerda ella.
Los últimos meses en el hospital, Humareda recibió la visita de mucha gente. Parecía que todos los personajes de sus cuadros se hubiesen reunido alrededor de él, pero el pintor, ay! siguió riendo. Además de los amigos cercanos, dice la enfermera que un día se aparecieron en comitiva las amigas de la “buena vida” del pintor. Aquella tarde, la habitación fue una fiesta.
Una visita aún más inesperada fue la de Carmen Humareda, desconocida hermana del pintor, quien llegó de Arequipa para verlo. El artista que nunca hablaba de su familia, siempre mantuvo comunicación con su madre, “a quien adoraba”, dice Ivette. Tal vez sea este gesto, evidencia de la honda presencia que siempre tuvo la ciudad de Lampa en su vida y en su obra. Tal vez por ello, alguien mencionó que, ¿acaso ese sol puneño sería el origen de los colores y la luminosidad nocturna de Humareda?



AUNQUE ME CUESTE LA VIDA
En medio de tazas ya vacías, Ivette detuvo la mirada y pronunció –casi observándolo- que a la hora en que fallecía Humareda, ella sintió una caricia en su frente con la misma sorpresa del día en que el pintor, a pesar de su convalecencia, se escapó del hospital para ir a visitarla y aún con las sondas en la nariz, se fue al cine con ella.
A las 3 a.m., fallecía el cholo Humareda en la sala de emergencias del Neoplásicas. Edby lo recordó claridad y tristeza. Ella acompañó al pintor en sus últimas imágenes del mundo. “¡Víctor! Ten calma, yo estoy contigo, te vamos a ayudar”. Desesperado, el pintor apretó la mano de su enfermera, de su alumna, de su madre, de su ciudad y se unió al silencio.
“Ha pasado tantos años y la gente aún lo sigue recordando, es como si hubiese muerto ayer”, dice Ivette, y es cierto, Humareda murió ayer, porque hoy ya es inmortal.

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Fotografías: Sophia Durand

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