Tres personajes muy diferentes confluyen en la ciudad marroquí de Fez: John Stenham, escritor norteamericano defensor de la cultura autóctona frente al imperialismo francés; Polly Veyron, turista estadounidense que aboga por el desarrollo de lo que considera una ciudad tercermundista, y Amar, un joven marroquí que pasa del despertar político al desencanto.
Ajena a los convencionalismos, esta novela relata el fracaso en el entendimiento entre distintas culturas, a la vez que ofrece vívidas descripciones y elaboradas caracterizaciones de los personajes. Con la independencia de Marruecos como telón de fondo, Bowles plantea más preguntas que respuestas a la hora de exponer la realidad.
Paul Bowles, autor de la célebre obra El cielo protector, hace un elogio de la diferencia y el placer tan poco común de sentirse extranjero, a la vez que retrata con realismo y honestidad la visión de Occidente sobre el mundo islámico en la que posiblemente sea su novela de mayor relevancia dada la situación política global actual.
PRÓLOGO
Era alrededor de la medianoche cuando Stenham salió de la casa de Si Jaffar.
-No necesito que nadie me acompañe -había dicho, tratando de sonreír para atenuar el tono de su voz, pues temía parecer aburrido o resultar abrupto, y Si Jaffar, después de todo, tan sólo estaba ejerciendo sus derechos de anfitrión al enviarle una persona para que le acompañara.
-De verdad, no necesito a nadie.
Aunque estuvieran apagadas todas las luces de la ciudad, quería regresar solo. La noche había sido interminable y le apetecía correr el riesgo de equivocarse de calles y extraviarse temporalmente; si alguien le acompañaba, el largo paseo sería casi como una continuación de la velada transcurrida en el salón de Si Jaffar.
En cualquier caso, era ya muy tarde. Todos los varones de la casa se habían acercado a la puerta, algunos de ellos, incluso, se encontraban afuera en el húmedo callejón e insistían en que el hombre fuera con él. Las despedidas de la familia eran siempre largas y prolijas, como si se marchara al otro lado del mundo en lugar de dirigirse al extremo opuesto de la Medina, y aquello le gustaba porque formaba parte de lo que él suponía debía de ser la vida en una ciudad medieval. Sin embargo, era desacostumbrado en ellos imponerle la presencia de un protector y consideró que no existía justificación para ello.
En la oscuridad, el hombre caminaba a grandes pasos delante de él. «¿De dónde le habrán sacado?», pensó, al contemplar de nuevo al barbudo y espigado bereber con sus harapientas vestiduras montañesas, tal y como le había visto por primera vez bajo la mortecina luz del patio de Si Jaffar. Recordó en ese momento el alboroto y los susurros que se habían levantado en un extremo de la sala hora y media antes. Siempre que surgía este tipo de discusiones en presencia de Stenham, Si Jaffar hacía un enorme esfuerzo por distraer su atención, iniciando el relato de una historia. Ésta tenía en general un comienzo bastante prometedor. Si Jaffar sonreía, irradiando satisfacción a través de sus anteojos, pero con la atención puesta claramente en el sonido de las voces que llegaban desde la esquina. Con lentitud, a medida que los susurros de la otra conversación se iban atenuando, sus palabras se hacían más vacilantes y sus ojos comenzaban a oscilar de uno a otro lado, al tiempo que su sonrisa terminaba por paralizarse hasta perder toda significación. La historia nunca llegaba a su fin. De improviso, exclamaba: «¡Ajá!», sin causa alguna que lo justificara. Acto seguido batía las palmas solicitando rapé, o agua de azahar, o astillas de madera de sándalo para alimentar el brasero; de súbito se ponía incluso más contento, y acaso golpeaba la rodilla de Stenham con aire juguetón. Una comedia similar se había desarrollado esta noche alrededor de las diez y media. Al recordarla ahora, Stenham resolvió que el motivo de la misma había sido la repentina decisión de la familia de facilitarle alguien que le acompañara de regreso al hotel. Ahora recordaba que tras la discusión, Abdeltif, el primogénito de la familia, había desaparecido una media hora, durante la cual había estado sin duda buscando al guía.
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