lunes, 8 de diciembre de 2008

Paseador de perros

Sergio Galarza Puente

ALFAGUARA PERÚ

¿Cuántas noches he pasado frente al televisor con el mando a distancia en una mano y el móvil en la otra esperando de forma inútil una llamada salvadora?

Perros, gatos, un mapache y muchas otras cosas que cuidar, son las preocupaciones de un joven inmigrante en Madrid, una ciudad con la cual sus habitantes de siempre ya no se identifican. Entre el arrepentimiento y la intolerancia, desde la nostalgia hasta el odio, el narrador se empeña por grabar una nueva banda sonora de sentimientos que le permitan escapar del desencanto. Esta es la historia de una búsqueda.

El padre que mantiene a un animal como único recuerdo de su hijo, el hombre que agoniza sin una pierna, los pisos con la cama destendida y los platos sucios, una chica que se esconde del mundo, son algunas de las trampas a sortear. De lejos, pasear perros parece un trabajo extraño, hasta aislado. El oficio de un tipo solitario. Sin embargo, dará acceso a los espacios más privados con total impunidad.

Paseador de perros es una guía de la cara no fotografiada de Madrid. Sus protagonistas son como calles clausuradas: solas, silenciosas, mal iluminadas. Hay que entrar, sin miedo, para ver lo que late en su interior. Una novela valiente, contada con nervio y sin medias tintas.

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Trabajo paseando perros, también cuido gatos y limpio la jaula de un mapache, ese mamífero gris plata que lleva un antifaz negro como los osos panda. He realizado toda clase de trabajos desde que iniciara este peregrinaje por la ruta incierta de los anhelos, pero nunca imaginé que me haría cargo hasta de un mapache. Al comienzo pensé que pasear perros me alejaría de la gente y sus taras. Cuando era lavaplatos, el dueño me apuraba a gritos aunque no hubiera muchos clientes y encima tenía que ahuyentar a las ratas del Deep South para poder tirar la basura en un contenedor que emanaba gases tóxicos. Cuando limpiaba la piscina de un hotel, los huéspedes se quejaban siempre: habían encontrado un pelo o la hoja de un árbol flotando a su alrededor. Y cuando fui teleoperador, tuve que soportar los discursos motivadores de un colombiano que no paraba de preguntarme cómo me sentía.

Una de las cosas que más odio es que alguien me interrumpa para preguntar cómo me siento. He llegado a creer que mi rostro refleja a un tipo huraño. ¿Acaso necesito ayuda? ¿Será por eso que los amigos de mis amigos me miran raro y me hablan con timidez?, como si acabara de salir de un centro de rehabilitación para drogadictos o de un manicomio. A veces no me interesa hablar en las reuniones. Si llego de trabajar, lo único que necesito es el descanso en una cama tendida a la perfección. Que por dentro me carcoma una calamidad es lo de menos. Lo que importará siempre es que la cama esté bien hecha y limpia como la jaula de Odo, el mapache.

Llegué a Madrid en compañía de Laura Song, mi novia. Madrid es como una maternidad para los viajeros. Aquí todo empieza y yo tenía ganas de borrar el Lado A de un disco sin éxitos. El Lado B es este, que empieza como todo aquí en Madrid. Convencí a Laura Song de que no valía la pena quedarse estacionado en una misma ciudad, menos en Lima, le dije que siempre tendría a su familia como un mapa de afectos que podría visitar cuando quisiera, y me creyó. Evitaré caer en el recuento amoroso de nuestra relación, lo intentaré pero ya verán que es imposible, las cicatrices y los vicios siempre atraen a los reflectores del morbo.

Confieso que el día que nuestra relación empezó ha sido el más feliz que he tenido hasta ahora, sobre todo con la escasez de alegrías que atravieso. Sucumbí, hay que reconocerlo, a los temblores que ocasiona una chica frágil escondida bajo el caparazón de la indiferencia. Esa madrugada nos quedamos dormidos en el sofá de su salón con el televisor prendido. La dejé desayunando en la cocina y en la calle una 4 x 4 llena de jóvenes me sopló en la cara a toda velocidad. Adiviné que unas cuadras más allá una patrulla de la Policía los detendría y así fue, yo los vi desde la combi. Quería contarle a los noctámbulos que viajaban conmigo que había dormido en un sofá junto a mi nueva chica. No me atreví. Y le dije a la cobradora de la combi que yo había adivinado que esos policías pararían a la 4 x 4. La señora me miró desconfiada y exigió que le pagara el pasaje de inmediato. Tenía la mirada de un mapache aquella mujer.

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