viernes, 20 de marzo de 2009

Las huellas en el espejo: apuntes sobre «El monstruo de los cerros»


Filonilo Catalina*



por Darwin Bedoya


«En sacrificio y ofrenda no te deleitaste, estos oídos míos los abriste.

Ofrenda quemada y ofrenda por el pecado no pediste.

En vista de eso dije: aquí he venido, en el rollo del libro está escrito de mí.»

SALMOS 40: 6, 7



Uno:

Los orígenes:

La furia de los Apus y el mito del degollador


«Te ofrezco mi historia/ como a Dios el cordero tierno.» Son los dos primeros versos/sacrificios que aperturan el poemario «El monstruo de los cerros» de Filonilo Catalina, ganador del IV Concurso Regional de poesía Premio Eros 2009, organizado por PRONEPSA «San Román», el cuaderno bimestral de poesía «Lágrimas de Cocodrilo» y el taller de creación literaria «La Tribu de los espantapájaros». Este es motivo más que suficiente para revisar nuevamente la poética de Filonilo, ganador también, en el 2005, del Premio Copé de bronce con «El monstruo de los cerros», del cual nos ocupamos enseguida.

Los dioses, en sus diversos matices y deificaciones, siempre han existido en todas las culturas, desde la aparición de los primeros humanos. También sentaron su presencia los rituales, como parte de las formas de vida mística de las civilizaciones genésicas. A partir de los rituales empezaron a cobrar importancia las formas de acercarse a los dioses, «Apus» para la cultura andina, cada vez que estos se enfurecían y necesitaban algún «obsequio» para aplacar su ira; paulatinamente se fue tornando en plato predilecto, para los dioses, el sacrificio humano. Una de esas formas fue la degollación que, como sacrificio significa que la vida de la colectividad está por encima de las vidas individuales, pues la ofrenda tiene por objeto conseguir el beneplácito de los seres del otro mundo para que no sucedan tragedias como cataclismos, sequías, diluvios, pestes; para que la cosecha sea buena, para que la tierra esté contenta, para que la especie se procree, para que la conquista de territorios sea la mejor, etc. Es a raíz de estas representaciones que el degollador se torna en un personaje que cumple una función o encomienda sagrada al realizar su labor tan vital para la tranquilidad de los pueblos. ¿Quién osaría desafiar la furia de los Apus? Desde los relatos bíblicos que narran sacrificios, hasta los más recientes, siempre se ha hablado de los sacrificios humanos. Verter sangre humana era una manera de humillarse y la vez de alcanzar el honor para expresar la gratitud y pagar la deuda a los dioses por el sacrificio que hicieron ellos mismos en la creación del mundo. Cuando el sacrificio consistía en ofrecer la vida de otra persona, ésta era raramente un esclavo (ya que el sacrificio era menos valioso). Normalmente debía ser una persona libre ofrecida voluntariamente o un prisionero de guerra. Una muchacha virgen era el deleite, casi como un mozo casto.

En la cultura andina, el degollador también ha tenido una presencia casi mítica, ha existido siempre, su vigencia y trascendencia ha estado ligada a la vida de los Apus y los mortales. Desde el apogeo de las culturas peruanas hasta nuestros días ha existido este personaje en nuestra cultura. Una de las culturas más vinculadas, en Perú, con el enigmático degollador, ha sido la cultura Mochica. Pero el asunto del degollador no ha quedado en las culturas peruanas como algo histórico, sino más bien que, con el paso de los años ha ido variando su denominación, pero sus rasgos característicos han sido los mismos; entre sus otros nombres están por ejemplo: «nakaq» palabra quechua que significa degollador. Proviene de «nakay» (degollar) y se usaría para señalar la acción de destazar a una res o algún otro animal. Empero, este vocablo también se utiliza para denominar a los temibles degolladores de seres humanos, lo cual nos llevaría a pensar que el término sufre una extensión en su significado original. La palabra no resulta ambigua como parece. Según Arguedas, «nakay» específicamente denomina al degollador de seres humanos, y no a los de otro tipo. Este mismo término, en una variación geográfica va adquiriendo otras grafías, por ejemplo ahí está el «pishtaco», el «kharisiri», el «sacaojos», etcétera, quienes no son otros que el mismo degollador pues cumplen esa función de ser nexo entre los mortales y los dioses a raíz de las ofrendas que se puedan ofrecer. Es de este terrible personaje, del que se cuentan tan pavorosas historias, es de este mito que como una huella en el espejo ha sido trasladado hasta los parajes escritutarios, es el tema del más reciente poemario de Filonilo o Luis Rodríguez Castillo (Coaza, Puno, 1974), quien en su poemario «El Monstruo de los cerros», Ediciones Copé, 2005, 60 pp. Están aquí los versos que nos erizan la piel.

El ideario temático que asume el punto de partida en el discurso de «El monstruo de los cerros» es aquella noticia del monstruo que fue matando selectiva y metódicamente a sus víctimas, sin dejar huellas por supuesto. Las víctimas, las cavilaciones, los lamentos, las noticias y otras representaciones estróficas hacen del poemario una construcción de tono coloquial donde se conjuga el escepticismo y la ironía detrás de un hondo lirismo que apunta hacia aquella muchacha de agua que siempre vive en la mar. Este libro/elogio de la locura es una forma de eternizar aquel suceso, mitificar un personaje (el monstruo de los cerros), poetizar una historia y, sobre todo, hacer que la poesía registre en este intersticio que fabula la invención y la realidad y, allí mismo, sea posible ver la delgada línea que las separa. «El monstruo de los cerros» es un buen intento por salir de los «ghettos» poéticos y plantear una nueva estancia, un lugar no recurrente en la nueva poesía peruana.



Dos:

Espejos enterrados:

La sensibilidad de «El Monstruo de los cerros»


«Yo también/ fui un señor de lentes/ que por las tardes/ –siempre después del maldito tráfico– / regresaba con hambre a casa/ perdido/ caminando entre señales de tránsito.» En estos tiempos, y volviendo la atención al poemario, el monstruo de los cerros parece ser el tipo de degollador un tanto más moderno. Es un depredador que aparece en la ciudad y desde ella elige a sus víctimas para sacrificarlas como pago a algún dios o como una simple tendencia criminal. El monstruo de los cerros es uno de esos seres que ha huido para encontrarse así mismo, se ha visto en un espejo frente a frente y no ha tenido escapatoria. Este monstruo podría ser el «Hannibal Rising» de Thomas Harris, el «Dick & Perry» de Truman Capote o algún personaje de «Chakushin ari» de Rempei Tsukamoto u otra historia de Allan Poe, o tal vez el mismísimo ninja: Cho Seung Hui, aquel norcoreano silencioso que terminó con la vida de 32 de sus compañeros en la Universidad de Virginia Tech. Cho pudo ser Pedro Pablo Nakada Ludeña, conocido también como «El depredador de Huaral» o simplemente y para mayores señas «El degollador», en realidad el monstruo de los cerros podría ser uno de aquellos que tiene la sangre fría como la nieve, pero que muy dentro de él tiene, al margen de su espíritu psicópata o apariencia de loco, un corazón desde donde se podría destilar poesía, como ocurre con la ternura de este monstruo.

Muy dentro de este abominable ser hay una sensibilidad que lo lleva a redimirse, a llorar si fuera posible por los crímenes, aunque después de cometidos no tenga un solo sentido, pero es posible saber de ese mínimo instante, esa luz que lo hace tornarse humano, persona, ángel o incluso ave, por ejemplo, Nakada, una vez tras las rejas, afirmaba lo siguiente: «Yo era un niño que admiraba a mis hermanos mayores, ellos en cambio me odiaban, pero nunca vivimos juntos una buena temporada, mi familia se deshizo, mi padre maltrataba a mamá, sufrimos mucho, tuvimos que vivir con un tío, con una tía, con una vecina, mis hermanos me golpeaban, me hicieron mucho daño, y yo los extrañaba, hasta el final los recordé, les pedí una mano. No me olvido nada.» En tanto que Filonilo Catalina diría: «Me voy/ pero dejo a mi madre/ ella/ como siempre/ rezará apretando en sus manitas lo poco que queda de mí/ también dejo mis ojos/ más negros y más grandes que la caída de Lucifer.»

La primera noticia de este «monstruo» la recibimos a través de «Memorias de un degollador» 2000 (Plaquette de poesía), después llegó hasta nuestras manos «El monstruo de los cerros», edición que nos convoca, con modificaciones y algunos poemas incluidos que hasta cierto punto resquebrajan la estructura del texto precedente, el cual sí tenía una ilación temática extraordinaria, incluida la atmósfera que de por sí le brindaba un halo coherente y conexo con el título y una estructura distributiva de los poemas y las remembranzas ordenadas que apuntaban al monstruo. Sin embargo, la poesía de Luis Rodríguez Castillo no deja de poseer la persistencia del lirismo de carácter tierno y una cierta levedad afín al lenguaje coloquialista y/o conversacional de la otrora poesía nueva, este lenguaje nos lleva a recordar aquel conversacionalismo que ciertamente logró una cosmovisión distinta, pero que exageró los elementos de ruptura en detrimento de las necesarias continuidad y diversidad. Con sus primeras luces en «Poemas y antipoemas» de Nicanor Parra y «Aullido» de Allen Ginsberg en 1956; el periodo de los imaginistas y su vinculación a ese «británico modo» de expresión poética; que luego atravesaría por una serie de estancias donde tendría como territorios fronterizos al costumbrismo poético, el postmodernismo, el exteriorismo, las vanguardias y la antipoesía de la que hablaba Fernández Retamar y que magistralmente escribiera el maestro Benedetti. En este marco se puede decir que el conversacionalismo, en Hispanoamérica, fue llevado a la cima por Ernesto Cardenal y en Perú por los poetas de la Generación del 60 y que en las posteriores décadas no ha dejado de causar interés, pues en los años 90 y post 2000, todavía sigue siendo empleado como recurso o epicentro discursivo en los grupos de los noveles poetas en los que, por el lenguaje, se inscribe Luis Rodríguez. Para nadie es secreto que el conversacionalismo orientó su estética hacia la expresión del mundo inmanente, al que trató de dotar de una nueva trascendencia, lo que, por supuesto, no logró siempre. El conversacionalismo, apela a una comunicación aparentemente directa de experiencias cotidianas por parte de sujetos claramente identificables con la clase media. Alguien podría acusar a este «espacio» de autobiográfico y simplista, pero es claro que en sus más interesantes representantes lo que hay es un proyecto literario (y por ello una retórica, en el mejor sentido de la palabra), no la transcripción directa de vivencias y emociones de los autores. No se piense, entonces, que se trata de una poesía ligera o light. El adelgazamiento del mundo que existe en los textos responde sin duda a otros objetivos. Es por ello que puede decirse también que este coloquialismo mostró las transformaciones revolucionarias en la realidad, creó una conciencia muy profunda de la imbricación del poeta con su circunstancia (en nuestro autor se notará claramente este aspecto), y, además, testimonió los dramáticos conflictos del hombre por transformarse a sí mismo y a su contexto, de ese modo, realizaba una crítica ágria y profunda de su pasado y, precisamente esas proyecciones han calado hondamente en la conciencia poética de los lectores.

En este espacio literario donde cobra vital importancia el conversacionalismo, que marca un «nuevo» territorio para el discurso poético, es preciso tener en cuenta que los rasgos en los que se desplaza este tipo de poesía coloquial, tiene que ver con aquel lenguaje de asombro ortodoxo, puro, lírico y marginal, como tendencias del mismo lenguaje coloquial, dentro del cual, será posible aún, percibir una estela de vanguardia frente a una realidad inmanente dentro de las zonas expresivas del conversacionalismo lírico reflejado en «El monstruo de los cerros». El lenguaje de Luis Rodríguez está contenido por aquel sentimentalismo del que fácilmente se puede desconfiar, precisamente por ese desliz sentimentaloide, además, su trama de sensualidad fenoménica, aparencial, existencial y, en fin, «testimonial»; es la que cobra un discurso altamente lírico, hasta elegiaco, que podría llamarse trascendentalista por las vibraciones que ocasiona con el conjunto de imágenes que acompasan los versos. Esto quiere decir que en la poética de «El monstruo de los cerros» hay una significativa irrupción de la laboriosidad con el trabajo del lenguaje, empero, toda esa carga de verbo e imagen tiene, en el fondo, una ascendencia, como dijimos, vanguardista, donde a su vez, el discurso va adquiriendo un corpus singular, una suerte de mito utópico y un acendramiento cuasi filosófico de la existencia. En ese sentido puede hablarse también de un entusiasmo, una preocupación creadora multifacética, del mismo modo, de una preocupación ontológica, una fragmentación asumida como plenitud: un caos del ser, pero sin descuidar esa mirada preocupada de la variante cosmovisiva, tal como la que se va creando con el mito, pues éste aparece como respuesta a situaciones de violencia extrema, generada por el otro opresor.

Actualmente, el mito permanece enterrado en el subconsciente colectivo, mas no significa que haya sido olvidado. El rebrote de movimientos terroristas podría despertarlo y crear un ambiente de pánico en la población. El mito nos muestra la violenta relación asimétrica entre el centro y la periferia, donde Lima es quien devora a las provincias. Pero, la voz del poeta persiste más allá de los temores y de los vacíos o los anuncios… La poesía en «El monstruo de los cerros» está cifrada por un halo de «ethos» que marca el gesto creador, la filiación a la escritura misma, la certidumbre en la potencialidad verbal de la poesía como una forma irreductible de conocimiento de la realidad, así como una extraña y a la vez conocida resistencia desde la poesía frente a una circunstancia hostil, a la par de desplegar ese discurso funcional y ávido de tomar en sus manos todo lo que encuentre en su camino, casi como una apertura de un nuevo espacio poético que a pesar de su rostro deleznable sigue gustando y vibrando. En los cánticos de «El monstruo de los cerros» los mecanismos poéticos de la expresión se hallan mediados por el reino de las imágenes que no apelan a un significado fuera del mismo juego de la representación, en este caso mítica del monstruo. La paradoja consiste, entonces, en no poder tratar de manera directa el referente. Pero estas imágenes que se alejan de lo convencional parecen traspasar lo imaginable, y es que se sientan en lo concreto, debido justamente a que nacen de una especie de asombro, tal como en los años veinte los surrealistas (Breton y sus secuaces), buscaron en la ensoñación quimérica y en la escritura automática, las formas para hallar la voz poética, de igual modo los Beats vieron en la prosodia de un nuevo ritmo la depositaria de una creación más honesta, directa y comunicable. Reaccionaron contra el New Criticism, la metafísica y la New Agarians , desenfrenando el verso libre hacia lo que Jack Kerouac llamó «Sponateneus bop prosody», que se puede caracterizar por un discurso entrecortado y libre de las marcas retóricas reguladoras de la dicción. La voz de Rodríguez parte de una especie de maquinación lírica, desde unas luces que se originan en épocas precedentes donde el coloquialismo acerca el texto poético a una especie de relato «autobiográfico», a veces con matices de verosimilitud y de ficcionalidad, para de ese modo separar la historia, situando así fragmentos de la realidad con los de la ficción.

Finalmente, «El monstruo de los cerros» es el intento no fallido de inventar una poética que suplanta el misterio del mundo, utilizando la palabra exacta para reemplazar aquella que en proceso del nombrar se da por perdida, en esta poética se muestra el ejercicio del poeta. La palabra es la clave y el origen, la palabra es acción: para el poeta decir es acceder a la certeza de la existencia y a la posibilidad de argumentarla. La palabra debe ser como la sombra, que va allí donde uno va. Y aquí es ineludible justificar una vez más a la poesía, aunque ella no lo necesite, pero aquí va lo que Riechmann dice sobre las posibilidades y la existencia de la poesía: «¿Qué puede la poesía?, les preguntamos una y otra vez a los poetas. La poesía puede recordarnos que somos mortales, y que sabemos de resurrecciones; que la frágil lumbre de la conciencia está entretejida de palabras, y que éstas son material inflamable; que no tenemos que aceptar las definiciones de lo nombrable y lo innombrable impuestas por el Amo; que la belleza siempre está ahí, dispuesta o posible; que la tragedia forma parte de nuestra condición, que el ser humano aspira a lo abierto y merece superar los espacios de reclusión y oclusión.» hacemos nuestras estas palabras de Riechmann y agregamos que la poesía es también una canción que no termina y seguirá sonando en la eternidad, casi como la existencia del tiempo que la mide.


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(Fotografía tomada amablemente del Blog "La boca del sapo" Literatura y otras piedras, de nuestro amigo Juan Yufra).

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