sábado, 11 de junio de 2011

Bajo la piel, los días


Bajo la piel, los días
Eduardo Moga Calambur Madrid, 2010

Por: Andreu Navarra Ordoño

La lectura del nuevo libro de Eduardo Moga nos ofrece varias novedades. O quizás debería decir “innovaciones”, puesto que su formato viene a desafiar (como callando) varios estatutos nunca antes lo suficientemente discutidos. El primero de ellos es el propio vehículo de esta poesía: Moga ha escrito un diario, y no ha renunciado a la narratividad que es inherente a este género, mientras que, a la vez, ha escrito treinta poemas, sobreponiendo o fusionando las funciones de su discurso. Y el resultado es un texto donde la vida cotidiana, la crítica literaria, la propia reflexión sobre el escribir y el lirismo más salvaje, se mezclan en un libro que rezuma líquidos corporales y fuerza creadora.


Más heterodoxias. La inclusión de fragmentos poemáticos escritos por Sergio Gaspar en los poemas XXVI y XXVII desafía al concepto clásico de autor, pero también a la falsa noción no clásica o postmoderna (ya clásica o tópica o canónica) del concepto de autor. En otras palabras, Eduardo Moga evita caer en la escolástica de los debates al uso, y se limita a trabajar: a observar, a crear, a encarnar su dolor y su deseo en una prosa deslumbrante. Lo que no hay en el libro de Moga es el sistema de respetos en que ha derivado la radical estupidez de los debates literarios actuales (felizmente es un autor extracadémico). Moga puede reivindicar la escritura ortográfica y pulcra y malhablar de las idioteces post mientras glosa su amistad con Agustín Fernández Mallo. Moga puede presentar como clásicos a escritores tan desconocidos como Manuel Álvarez Ortega y Basilio Fernández, mientras nos confiesa que Jaime Gil de Biedma no es santo de su devoción. Y puede porque en su expresión poética es completamente libre, no se debe a nadie, y no pueden turbarla las pequeñeces doctrinales de nuestra triste edad.


Y ésta creo que es una de las enseñanzas (sí, sí, enseñanzas, ¿por qué no?) o lecciones de Bajo la piel, los días. Asistimos al autoanálisis despiadado de un hombre transido que husmea en sí mismo mientras realiza algunas actividades no libres, a través de la palabra poética. El enraizarse en el Ser Aquí Mismo resulta fundamental, puesto que genera el discurso y el vuelo de la especulación. Así, por ejemplo, el primer poema nace a partir de un paseo casual, el segundo, de una noche de insomnio, el tercero, de una experiencia sexual, el cuarto, de una tendinitis y una fístula anal… pero dejemos esto, pues empiezo a parecer uno de aquellos comentaristas bizcos de Joyce. Lo importante es dejar aquí consignado cómo la convivencia vulgar con objetos y situaciones cotidianas, como puede ser una sesión de gimnasio (poema XVI), arrastran tras de sí (y en diversos niveles internos o estatutos de autoría marcados por sucesivos corchetes y paréntesis) apasionadas floraciones de devoradora poesía.


Más sensaciones curiosas. El tono ha cambiado: ya no es el de ángel mutilado que se agita en el suelo, o en la pura mierda, en un vuelo virtual desesperado e imposible, la voz propia de El barro en la mirada o Ángel mortal, sino el tono de un animal más parecido al reptil que se arrastra con una linterna en la mano, e irrumpe en su propia casa, en sus propias cosas, en su propio cuerpo, y en lugar de dirigir su chorro de luz hacia el cielo lo enfrenta a un volumen de derecho civil, o al teclado de su ordenador, a los guantes de una enfermera, o a unas braguitas. El tono es el de un husmeador impudoroso que lo desnuda todo, cuando el todo es un sí mismo. El tono es el de un secuestrador que trata de raptar a su propia familia para amarla y entenderla.


El autor en ningún momento renuncia a ser quevedesco, creo que en algunos pasajes palpita el gusto por ser barroco y demostrar el dominio valleinclanesco de la pura plástica. Así, por ejemplo, el episodio donde se describe a un vagabundo norteamericano (poema XV), o el lezamiano inicio del poema XXI.


Moga ha querido ser confesional. Ha querido hacer que estallen ante nuestra frente, y se llenen de color y fuego, sus lecturas juveniles, sus masturbaciones (pero no pajas mentales, sino sus pajas reales, sus pajas del pene), sus sensaciones ante el progresivo arruinarse del cuerpo. Ha querido ser clínico y tierno, cuidadoso y satírico, superficial y denso, lógico y paradójico, quirúrgico y lírico, y por eso su libro puede considerarse una obra total cuyas conclusiones podrían ser: “El poema me afirma, aunque yo quiera negarme”, o bien “Mientras pedaleo, veo un programa para sordos, pero, como nunca traigo auriculares, no lo oigo”. Lecciones que provienen del puro vivir como un incendio que piensa.

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