'El hacedor (de Borges), Remake' (Agustín Fernández Mallo):
Escribe: Clément Cadou
s.l.u. (Pablo Miravet Bergón)
s.l.u. (Pablo Miravet Bergón)
Dos años después de que el escritor argentino Pablo Kachadjian ejecutara una cirugía aditiva en El Apeph consistente en siliconar el texto de Borges emboscando más de cinco mil palabras de cosecha propia en el relato original (El Aleph engordado, Buenos Aires, IAP, 2009), Agustín Fernández Mallo publica El hacedor (de Borges), Remake, otra intervención típicamente borgeana. Respetando escrupulosamente la estructura y la titulación de los relatos, fragmentos y poemas del texto que Borges diera a la imprenta en 1960, Fernández Mallo ha reconstruido por completo la obra homónima del escritor bonaerense con intenciones que parecen bascular entre el afán de rendir tributo al autor de Historia universal de la infamia y la no disimulada voluntad de realizar un aggiornamento del libro de Borges a la época en la que al presunto sujeto global high tech-mid class encastado en esa ilusoria neo-mesocracia teorizada por la sociología más ciega de las últimas décadas le es dado portar a Monica Vitti en el bolsillo y contemplarla en la pantalla del iPhone corriendo por la superficie de la isla en la que Michelangelo Antonioni filmó La aventura (cfr. El hacedor (de Borges), “Mutaciones”, pp. 58-99).
En el cierre de la sugestiva trilogía Nocilla, el dibujante Pere Joan plasmó la imagen de Fernández Mallo dialogando en la pista de una plataforma petrolífera con Enrique Vila-Matas en torno a la recurrente cuestión de la auto-inmolación simbólica del artista –“quería dejar de escribir, desaparecer”, dice Vila-Matas en una de las viñetas de Nocilla Lab (p. 172)–, una conversación ficticia que parecía sugerir que Fernández Mallo tenía poca cosa más que decir en el futuro. El desdeñoso silencio de Vila-Matas al verse retratado en el cómic y su reciente comentario –tan pertinente como mordaz– vertido en un artículo no por azar titulado “El brillo de lo auténtico” (“Viendo que entre nosotros se va poniendo de moda el engaño, el fraude artístico –el homenaje hispano tardío al Fake de Orson Wells, por ejemplo–, la poética trillada de lo heterónimo, el remake que traiciona el espíritu de lo imitado, lo cibernético como ilusoria acreditación de modernidad (…) uno termina por decidir que lo mejor será permanecer en lo auténtico que tiene todo camino propio”, Babelia, 26 de marzo de 2011, p. 14) invitan a pensar que Fernández Mallo ha elegido esta vez a un maestro muerto, Jorge Luis Borges, por la sencilla razón de que los cadáveres no pueden protestar. Hay que anotar, en descargo del escritor coruñés afincado en Mallorca, que el remake de El hacedor es un trabajo forjado en los últimos seis años cuya pausada e intermitente escritura no se ha visto condicionada por las consideraciones intempestivas del maestro vivo.
Dejando a un lado los comentarios dictados por el imperativo de la inmediatez, aproximaciones que, si nos atenemos a la etimología greco-latina del término –kríno, cernere, i. e., discernir, observar, distinguir–, poco tienen que ver con la crítica, me parece que tres malentendidos estrechamente relacionados recorren las reacciones que ha suscitado la publicación de El hacedor (de Borges) en nuestro medio literario. El primero –a saber, que Fernández Mallo ha hecho algo “nuevo”– no merece mayor comentario, siendo así que el remake, el cover, es un procedimiento que se pierde en la noche de los tiempos de la creación artística en general y de la producción literaria en particular. Tampoco hay, por cierto, nada propiamente nuevo en el resto de la obra del autor de la trilogía Nocilla. La justificación de este aserto reclama un ensayo aparte.
El segundo equívoco, exteriorizado en tono generalmente celebratorio y fundado consciente o inconscientemente en ideas como las que propone Bourriaud en Postproduction (Culture as screenplay: how art reprograms the world), descansa en la asunción de que el bricolaje, el sampling, el apropiacionismo y la depredación de materiales, motivos y elementos ordinarios, plebeyos y lowbrow, de piezas y referentes ajenos al todavía supuestamente aurásico territorio del Arte y, más específicamente, la incorporación de este tipo de material al texto literario –en El hacedor de Fernández Mallo tropezamos con un huevo Kinder Sopresa (p. 50) vinculado a la épica helénica; con el guante blanco de Michael Jackson metaforizado en el cursor de Google Maps (p. 61); con los fuertes de los muñequitos Playmobil equiparados a los cajones que contienen las muestras radiactivas de una central nuclear, homologados, a su vez, al cajón que halló Robert Smithson en su deriva de 1967 (p. 80); con un boli BIC tematizado como flecha del tiempo (ibid.); con una rebanada de pan que acoge ecos de Wittgenstein, Vico y Kant (p. 102) o con Ian Curtis oficiando de dandy baudeleriano de aeropuerto (p. 109)– expresa una voluntad de fractura y aun vehicula una fuerza “transgresora”. Con respecto a este punto, creo oportuno traer aquí el siguiente pasaje de un reciente texto de Alberto Santamaría sobre la naturalización del voyeurismo culto en el marco de la nostalgia por el posmodernismo: “la postproducción y su técnica de sampleado (también en su versión literaria hispana) no dejan de ser, como todo lo nostálgico, formas muy conservadoras en un doble sentido: por un lado, en cuanto que eliminan todo sentido crítico de lo usado y, por otra parte, como extensión de esta desactivación crítica, en tanto que tiene un desenfrenado interés por el éxito mercantil.”
Sentado, pues, que no hay nada transgresor bajo el sol de El hacedor (de Borges), Remake, sino más bien una amalgama de optimismo tecnológico y escepticismo político o, si se quiere, una fusión de tecno-progresismo y conservadurismo irónico cristalizada en las implícitas apologías de lo existente que Fernández Mallo disemina en el texto –los nuevos controles invasivos de los aeropuertos le “encantan” (p. 46); un Airbus “mejora más el mundo que toda la Historia de la literatura” (p. 51); los pesticidas son algo en lo que el autor-narrador “confía” (p. 74); o, en fin, la tierra vista desde el espacio es un objeto cursi y arcaico, “pasto de todo tipo de ecomitologías” (p. 120)–, el tercer equívoco que a mi juicio ha suscitado el lanzamiento al mercado de El hacedor (de Borges), Remake reenvía al pretendido conflicto de la última obra de Fernández Mallo con el imaginario establishment literario del que habla uno de los enfáticos blurbs del paratexto. Hace ya algunos años que la batalla por la hegemonía cultural en nuestro país se está decantando, no sin apoyos institucionales, a favor de propuestas ubicadas en la onda de la producción de Fernández Mallo. En este sentido, la idea de que este remake “desafía” al establishment literario parece altamente desacertada, si no insensata.
Nada nuevo, nada transgresor y ningún desafío. ¿Entonces? Entiendo que el estante que le corresponde a El hacedor (de Borges), Remake en la archivística cultural es la balda de lo arrebatadoramente ingenuo, es decir, el estante de la poética naïve, e incluso la casilla de lo camp entendido a la manera heterodoxa que Sontag propuso allá por 1964 en sus “Notas sobre lo camp” (Contra la interpretación): “La sensibilidad camp es aquella que está abierta a un doble sentido en que las cosas pueden ser tomadas. Pero no es ésta la construcción familiar dicotómica de un significado literal, por una parte, y un significado simbólico, por otra. Es, más bien, la diferencia entre la cosa en cuanto significa algo, cualquier cosa, y la cosa en cuanto puro artificio”. Aun dando por buena esta conjetura interpretativa –el naïve como hipótesis–, resulta difícil discernir si este remake de Borges se encuadra en una estética naïve digamos, sincera, o si estamos ante un overacted naïve, es decir, un naïve sobreactuado y, como tal, paródico y paradójicamente serio porque autoconsciente. Esta indefinición es tal vez uno de los principales atractivos del decepcionante último libro de Fernández Mallo, que repite la receta que le ha proporcionado éxito como trend-setter literario entre los segmentos lectores más modernos –no necesariamente más cultivados– de nuestro país, una fórmula acogida con entusiasmo epigonal por la chavalería enamorada de la moda juvenil que hoy dictan autores nacidos en los sesenta y los setenta.
Una vez más, el autor de Postpoesía exhibe su habilidad para compensar sus limitaciones como prosista –señaladamente, su lábil aliento narrativo, del que tal vez quiso redimirse en el derrame cortazariano-bernhardiano de Nocilla Lab– con emocionantes chispazos poéticos y seductoras cabriolas iconológicas que nos recuerdan que es el autor de dos hermosos libros (Creta lateral travelling y Carne de píxel) y que hay vida antes y más allá de su trilogía. De nuevo, hace gala de su humor lacónico, un sarcasmo gélido –pp. 37 y 153, entre otras– que dibujará alguna sonrisa en el rostro del lector, más allá de la irritación que pueda provocar la axiología subyacente a ese ludismo seco. Y, otra vez, muestra su acreditada pericia a la hora de poner en marcha la turbina de la imaginación para hallar nexos, vínculos y relaciones, una inclinación muy bien compadecida con lo que Luc Boltanski y Eve Chiapello (El nuevo espíritu del capitalismo) denominan críticamente “las nuevas representaciones reticulares del mundo” o “el mundo conexionista”. Poco sugerentes resultan, en general y salvo excepciones puntuales, los poemas del último trecho del libro, especialmente si se cotejan estos textos con la poesía y la prosa poética que Fernández Mallo ha escrito en los últimos años. Queda añadir que la condición pop –dejemos para otra ocasión el juego de los prefijos–, de la que el autor de El hacedor (de Borges), Remake se reclama heredero –y que en su libro asocia a “lo totalmente visto” (p. 122) en contraste paradójico con la definición del pop sugerida por Eloy Fernández Porta (“el hallazgo casual de una verdad oculta en el corazón de un producto”)–, no se deja valorar desde parámetros que trasciendan su campo, dado que siempre resulta posible atribuir al receptor su incompetencia para comprender el sentido de la verdad oculta que a cada momento se le ocurra estipular al artista-emisor. Es, por tanto, al lector al que corresponde decidir si El hacedor (de Borges), Remake es una obra estimable o si conforma un capítulo más de esa metafísica de la ocurrencia banal y auto-blindada que, usando la expresión de Boris Groys (Sobre lo nuevo), queda tardíamente “museografiada” en nuestro medio a través de esta nueva repetición de un patrón estilístico exitoso.
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Publicado en Agitadoras. Revista Cultural, nº 23, mayo de 2011
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