lunes, 3 de noviembre de 2008

Borges: El poeta imposible


Por: Daniel Freidemberg


"Yo he sospechado alguna vez que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de un momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es", escribe Jorge Luis Borges en un prólogo de 1950 que luego incorporaría a las siguientes reediciones de su Evaristo Carriego [1]. Hay bastantes motivos para suponer que un momento así vivió Borges hacia 1930, año en que precisamente aparece el Carriego. "Fueron escritos por otro", dijo alguna vez, refiriéndose a los seis libros que publicó entre 1919 y 1929, en los que lamentaba haber cometido "la mayoría de los pecados capitales literarios (...), escritura preciosista, color local, una busca de lo inesperado y un estilo del siglo XVII". Por eso, para no hacerse cargo de algo que ya no era suyo, a sus tres primeros libros de ensayos los eliminó de su obra y a los tres de poemas los reelaboró eliminando muchos textos y corrigiendo los demás.


Se ha señalado varias veces que Borges, al escribir sobre otros autores, y muy particularmente en el Carriego, suele ir trazando su propia imagen de escritor [2]. Acaso en el mismo sentido pueda entenderse la decisión de añadir el texto de 1950 al libro de 1930, del cual ya resulta inseparable porque en buena medida lo explica, lo resume y pone a la vista una cuestión crucial: la fábula que allí se urde para conjeturar cómo pudo Carriego "llegar a ser el que ahora será para siempre" es ejemplarmente borgiana: un día de 1904, en su casa de Palermo, un joven "orgulloso, tímido y pobre" lee a Alejandro Dumas lamentando no vivir en la Francia de Richelieu sino en "el tardío siglo XX" y en "un mediocre arrabal sudamericano", y es entonces que un rasguido de guitarra, el paso ante la ventana del guapo Juan Muraña o la luna en el cielo del patio -"algo cotidiano y trivial y no percibido hasta entonces"- le revela que el universo "también estaba ahí, en el mero presente, en Palermo" [3]. De un bardo grandilocuente y de aliento profético, que alterna la suntuosidad modernista con la prédica de redención social e invoca a Cristo y el Quijote, Carriego pasa a ser un confidencial versificador de anécdotas vecinales de un barrio que ya ha trocado el dramatismo sórdido del arrabal por la rutina cotidiana, en un lenguaje sencillo que bien pueden reconocer como suyo los protagonistas de sus versos. El descubrimiento que Borges describe allí es un acto de resignación, de un tipo de resignación que es consecuencia y condición de una cierta sabiduría: renunciar a algo que se anheló mucho para ganar otra cosa, más perdurable y consistente, o al menos más auténtica. Encontrar la propia voz suele conllevar en la literatura una resignación, el derrumbe de un modelo inicial. Durante sus primeros diez años de actividad literaria, Borges se piensa a sí mismo ante todo y casi exclusivamente como poeta, y como tal es visto -los artículos y los ensayos son más bien ejercicios laterales del poeta o argumentos en que respaldar, directa o indirectamente, su tentativa poética-, pero a partir de 1930 la poesía pasa a ocupar en su obra un plano cada vez más secundario.


En las siguientes tres décadas esa obra alcanzará su máxima plenitud, pero no en los libros de poemas sino en los tres de ensayos -Discusión (1932), Historia de la eternidad (1936) y Otras inquisiciones (1952)- y, sobre todo, en los tres de relatos, entre ellos los dos que más profunda incidencia tendrán en la cultura de este siglo: Ficciones (1944) y El Aleph (1949). Cabe notar que, salvo un par de esbozos, más poéticos que estrictamente narrativos, Borges casi no se había interesado en la narrativa hasta Historia universal de la infamia: el género al que debe su mayor renombre, el cuento, recién ingresa a un libro suyo en 1935 y de una manera vacilante o desganada, como quien condesciende a dar a conocer algo que no aprecia mucho. "Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna) ajenas historias", dirá de esas biografías apócrifas hechas por encargo para el suplemento de Crítica.


Los tres libros de poesía que publica en el mismo período, en cambio, son en realidad la compilación de su poesía completa tal como la ve en 1943, 1954 y 1958, es decir, los poemas de sus primeros libros que se salvaron del descarte, adecuados en lo posible a lo que ahora Borges considera digno, a los que sucesivamente va agregando poemas posteriores [4]. Borges, que "ya sabe quién es", parece admitir en esos nuevos poemas que la intensidad puede no ser una exigencia ineludible, recurre casi exclusivamente a las formas tradicionales -particularmente el soneto- y destierra de sus composiciones los principales rasgos que le quedaban de su prehistoria ultraísta: metáforas llamativas, encuentros sorprendentes de imágenes, la construcción del poema como una sucesión de oraciones relativamente autónomas. Lo que desaparece, ante todo, es la aspiración a que el poema presente un momento, una experiencia determinada o una sensación de modo de que el lector pueda percibirla como un hecho vivo, con la menor mediación intelectual posible. Por eso, en vez de resolver en imágenes los efectos que su sensibilidad recoge en la visión de un amanecer, la plenitud de un crepúsculo o la apacible comunión con la ciudad que le brindan sus caminatas en las quietas callecitas de barrio, puede empezar a desplegar distanciadamente las reflexiones que le despiertan sus lecturas, a conjeturar y a imaginar situaciones entrevistas en un texto antiguo o un libro de historia. A la manera de la poesía clásica, Borges empieza a ejercer el arte de pensar en verso, a hacer de la poesía un medio para la reflexión y de la reflexión un motivo para la escritura poética.


De un modo sesgado, Borges ya se ha definido como "clásico" en "La postulación de la realidad"

(1931), no sin aclarar que por "clásico" y "romántico" entiende "dos arquetipos de escritor (dos

procederes)". "Los escritores de hábito clásico más bien rehuyen lo expresivo", mientras "el romántico, en general con pobre fortuna, quiere incesantemente expresar" (el subrayado es mío). El clásico "no desconfía del lenguaje, cree en la suficiente virtud de cada uno de sus signos" y "no escribe los primeros contactos de la realidad, sino su elaboración final en concepto", apunta Borges y da como ejemplos a Voltaire, Swift y Cervantes, para luego ironizar sobre "el hallazgo romántico de la personalidad", en el que "todos estamos tan absortos", y precisar más adelante: "La realidad que los escritores clásicos proponen es cuestión de confianza (...). La que procuran agotar los románticos es de carácter impositivo más bien: su método continuo es el énfasis, la mentira parcial.


No inquiero ilustraciones: todas las páginas de prosa o de verso que son profesionalmente actuales pueden ser interrogadas con éxito" [5].


Si en los manifiestos del ultraísmo, Borges había propugnado "un arte que traduzca la emoción desnuda, depurada de los adicionales datos que la preceden", en el prólogo a La cifra (1981) reconocerá que "al cabo de los años, he comprendido que me están vedado ensayar la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección, la obra sabiamente gobernada o de largo aliento. Mi suerte es lo que suele denominarse poesía intelectual". No fueron sus posiciones políticas el único motivo del rechazo a Borges que sostuvieron muchos poetas argentinos de los años 50 y 60, y quizá ni siquiera el principal: una poesía que no transmitiera la conmoción de la experiencia vital o no apostara a un contacto capaz de superar los límites de lo racional no resultaba entonces admisible [6]. De ahí que, en un reciente ensayo, el mexicano Víctor Manuel Mendiola haya visto en Borges un antecedente de ciertas poéticas que se afianzan hoy en Hispanoamérica, libres ya de los recelos hacia las formas estables de versificación, la literalidad y el raciocinio que habían instaurado las vanguardias [7].


No sólo son las interdicciones de la vanguardia, sin embargo, lo que Borges empieza a desconocer en los años treinta sino, yendo más lejos, uno de los núcleos centrales de la tradición romántico-simbolista, que desde el siglo XIX determina lo que se considera poesía en gran parte de Occidente y que, de distintos modos, más o menos solapadamente, encuentra algún espacio en las propuestas de la vanguardia: más que como un género literario, la poesía entendida como una experiencia extraordinaria -la experiencia poética-, para producir la cual el poema requiere un lenguaje notoriamente distinto del habitual, y cuyo ejercicio está reservado a un sujeto, el poeta, dotado de cualidades que lo diferencian del común de los mortales (desde "el espía de Dios" de Shelley al "vidente" de Rimbaud, el "maldito" de Verlaine o la figura baudeleriana del albatros, majestuoso en su vuelo pero torpe y ridículo a ras de tierra). Pero llegar a ser un poeta en la tradición romántico-simbolista había sido durante muchos años la principal ambición de Borges, e incluso, puede decirse, la que lo llevó a intentar la escritura. Desde el primer poema que publica, "Himno del mar" (en 1919, en la revista sevillana Grecia), es evidente que el joven Borges entiende a la poesía como una suerte de magia verbal que apuesta ante todo al efecto emotivo, primero a través del tono alto, la búsqueda de la máxima intensidad y el aliento épico, luego - ya dentro del movimiento ultraísta- mediante el montaje de imágenes sensoriales animadas por la insistente recurrencia a la metáfora y más adelante, en los tres primeros libros de poemas, apostando a un contacto íntimo y entrañable con el mundo que lo rodea, particularmente ciertos barrios de Buenos Aires. Son los años en que, mientras en sus artículos el Borges criollista invoca a la Pampa y a la diosa Patria, a su elementalidad, sus poemas procuran ser poseídos por la humilde plenitud de las tardes silenciosas y las veredas oleadas, que esa atmósfera de entrega los impregne, fluya desde sus versos como fluye la atmósfera desde la superficie de un cuadro impresionista [8].

"Himno del mar", un vibrante poema a la manera de Walt Whitman, donde el mar "besa los pechos

dorados de vírgenes playas que aguardan sedientas" y se amontonan expresiones como "sed intensa

de estrellas" o "músculos raudos" y exclamaciones como "Oh instante de plenitud magnífica" o "Oh mar! oh mito! oh sol! oh largo lecho!", apareció cuatro meses después del primer texto que Borges publicó, "Crónica de las letras españolas", una reseña bibliográfica en francés (en La Feuille de Ginebra), en la que, desde las primeras líneas Borges deja ver algunos de los principales rasgos que distinguirán a su obra madura. En la gran mayoría de los artículos, los ensayos y hasta los manifiestos y los brulotes que va produciendo desde ese momento inicial, Borges ya es Borges en la elección de la palabra justa, en la entonación conversacional, la fluidez, el gusto por la ironía y sentido del humor, la capacidad de argumentar deshaciendo los lugares comunes, poniendo a la vista lo que hay de convencional en los supuestos y explorando posibilidades inesperadas. Ya en aquel primer texto sabe cómo atraer al lector sin forzarlo ni seducirlo, apuntando ante todo a su curiosidad, su inteligencia y su sentido de la belleza.


Puede decirse, en cambio, que los trabajos puramente literarios, sobre todo los poemas, que escribió Borges en sus primeros diez años de presencia pública pocas veces son mucho más que esforzados ejercicios. Si a los pretenciosos, recargados y artificiosos poemas dadaístas y expresionistas del principio, con sus inconvincentes elogios a la Revolución Rusa y su anhelo de absoluto, sigue el también programático pero más apacible y sobrio período de experimentación ultraísta, que se prolonga durante un tiempo luego del regreso a Buenos Aires, en 1921, para irse después contaminando de color local en poemas cada vez más coloquiales, así y todo a esta zona de su poesía -la de sus primeros libros- se les sigue notando la laboriosidad de la ejecución, lo puramente cerebral de las resoluciones, la poca variedad de los motivos: una y otra vez, y repitiendo a menudo las mismas fórmulas de construcción, las mismas caminatas con la novia cariñosa, las tardecitas, las esquinas con almacén rosado, los patios con parra y luna.


Sobre todo el encuentro con la poesía de Carriego le ha servido al Borges de los primeros libros, como señala Beatriz Sarlo, hallar "el medio tono, la media voz, la oralidad, las formas preliterarias, los géneros menores, las palabras usadas con intención irónica o poética en la vida cotidiana". Lo que aun no ha encontrado como poeta, aunque ya está encaminado, es su propia voz. "Lo esencial en un poeta no son sus ideas, ni sus metáforas, ni sus conceptos, ni tampoco los argumentos", dirá en 1968, "lo importante es la voz del poeta, la respiración de sus versos". Lo que hoy es posible reconocer como "la voz de Borges" ya aparece claramente esbozado, desde el principio, en los artículos y los ensayos. El del poeta y el del pensador son los dos modelos bien diferenciados de sujeto que, sin encontrarse, se alternan, uno en los poemas y otro en las en prosa del primer Borges, cuando Borges descubra "para siempre quién es" lo que descubrirá es que no le queda más que renunciar a ser poeta, tal como hasta entonces concebía ese rol.

Borges siempre añoró cierta espontaneidad intuitiva, irracional y hasta violenta a la que celebró en cuentos como "El sur" y en varios poemas como a un don inalcanzable, porque sólo en escasos momentos pudo vivir algo así. No parece casual que lo más sólido de Borges como artista sean sus cuentos, que para iniciarse como narrador lo haya hecho a través de relatos que remedaban crónicas y que su narrativa esté fundamentalmente establecida en torno del patrón del artículo o de la especulación teórica, como si en el discurso de la reflexión encontrara una libertad que le permite moverse. Probablemente, por eso mismo, no sea la ceguera, como él mismo dijo, la única razón por la que en su poesía se volcó a las formas tradicionales: si la métrica estable y la rima eran una coerción paralizadora desde las vanguardias en adelante, Borges ve en la sujeción a esas reglas una liberación de preocupaciones accesorias, y puede dedicarse entonces a ejercer felizmente el arte de pensar, de considerar y de discutir, incluso en verso.


El Evaristo Carriego es, en ese sentido, definitorio, por un lado al dar cuenta del abandono del mito

criollista, por el cual Borges pudo establecer su propia propuesta de un movimiento de vanguardia, y por el otro porque la meticulosa operación mediante la cual desarticula el mito de Carriego, que él mismo había contribuido a instaurar, es también una disolución del mito en torno de la figura del poeta construido por la tradición romántico-simbolista. Las sucesivas ediciones de su Obra poética, por eso, aparecerán encabezadas por una cita en la que Robert Louis Stevenson dice no presentarse como poeta sino como un multifacético hombre de letras, "un hombre que habla, no uno que canta" [9].


Escribir poesía, a partir de ahí, ya no implicará ninguna diferencia cualitativa con escribir artículos o relatos, incluso llega a ser una suerte de oficio menor, menos comprometido y que se puede, por lo tanto, ejercer como un juego placentero. Ninguna resignación, sin embargo, si es genuina, implica olvidar aquello a lo que se renunció: "la palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría" y "la misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud", dice el prólogo de La rosa profunda. Una y otra vez, como tema o como preocupación, en diversos textos y sobre todo en poemas, el antiguo deseo de anular la distancia que impone el pensamiento y entablar un contacto directo con el mundo volverá. Borges ya sabe que lograrlo le está vedado y escribe -y reflexiona intensamente- sobre ese denso fondo.


_________________


[1] Borges, Jorge Luis, "Prólogo", en Carriego, Evaristo, Poesías, Buenos Aires, Renacimiento, 1950. Incorporado luego como apéndice a la segunda edición, revisada, de Evaristo Carriego, Buenos Aires, Emecé, 1955.

[2] "Es posible leer cómo el escritor representa, en la dimensión simbólica, sus conflictos con el campo literario, el lugar que piensa para sí en la literatura y en la sociedad, su relación con el público y con sus pares, su ideología literaria, su relación con la lengua y también su ética de la escritura", señala María Teresa Gramuglio, en "Borges leyendo a los otros" (Diario de Poesía número 2, Buenos Aires, 1986). Ver también: Ludmer, Josefina, "Borges en Carriego, espacio común", en "Cultura", suplemento de Tiempo Argentino, Buenos Aires, 1986; Sarlo, Beatriz, "La libertad de los orilleros", en Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Ariel, 1995; Pezzoni, Enrique, Enrique Pezzoni lector de Borges, compilación de Annick Louis, Buenos Aires, Sudamericana, 1999.

[3] Es posible advertir, en el descubrimiento que Borges atribuye a Carriego, una versión simétricamente opuesta y complementaria de lo que por la misma época sostendrá en "El escritor argentino y la tradición": si el universo entero puede estar en una tranquila calle de Palermo tanto como en la Francia de Richelieu, el patrimonio de un escritor argentino es el universo y el escritor puede, por lo tanto, "ensayar todos los temas", porque "ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo".[4] Poemas (1923-1943), Buenos Aires, Losada, 1943; Poemas (1923-1953), Buenos Aires, Emecé, 1954; Poemas (1923-1958), Buenos Aires, Emecé, 1958. Cabe notar que entre el primero y Cuaderno San Martín, último libro de poemas del Borges joven, transcurren catorce años, y que recién en 1960 publicará un libro compuesto sólo por poemas nuevos, además de algunas prosas oscilantes entre el poema en prosa y el cuento: El Hacedor, Buenos Aires, Emecé.

[5] Si, como aquí se supone, Borges aprovecha ese artículo para dar cuenta de su reubicación en el debate literario, especialmente significativo se vuelve el modo en que asocia la actitud clásica con un acto de renuncia resignada: "la simplificación conceptual de estados complejos" es tolerable o verosímil en la literatura porque también en la realidad "vemos y oímos a través de recuerdos, de temores, de previsiones", omitiendo instantáneamente lo innecesario: "nuestro vivir es una serie de adaptaciones, vale decir, una educación del olvido".

[6]Ya en 1945, Borges había respondido a esa actitud con un exabrupto tan rencoroso como indicativo de lo que consideraba su tarea: "Proponer a los hombres la lucidez en una era bajamente romántica, en la era melancólica del nazismo y del materialismo dialéctico, de los augures de la secta de Freud y de los comerciantes del surréalisme, tal es la benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry". Décadas después, en un diálogo con Osvaldo Ferrari en el que relativizará aquel elogio a Paul Valéry, precisará un poco más a qué llama "poesía intelectual": "no sé hasta dónde Valéry merece esa fama de poeta intelectual, ya que en sus poemas hay muy pocas ideas. (...) En todo caso, no creo que Valéry tomara el pensamiento como un tema poético, o pensara mientras poetizaba. Salvo que pensara, bueno, en el metro, en las imágenes y en las rimas. Pero eso es otra cosa, ya que todos los poetas lo hacen.".

[7] Cumplida ya la aspiración de las vanguardias de "abrir el paso a la carga caótica tanto del mundo como de la imaginación", escribe Mendiola, Borges es el primero que advierte la necesidad de "regresar, de una forma franca, a la música y a la idea", encabezando una reacción crítica "a la consigna de destruir la estabilidad de la forma y del sentido". Mediante "una recuperación de la música y de la inteligencia", Borges realiza "la crítica de la crítica al reutilizar la armonía en un viaje de retorno" y se atreve a ser lírico "sin dobleces pero también sin ingenuidad". En "Hacia el principio", publicado en "El Semanal", suplemento de La Jornada , México, 24 de enero de 1999.

[8] "Housman ha escrito que la poesía es algo que sentimos físicamente, con la sangre y la carne; debo a Almafuerte mi primera experiencia de esa curiosa fiebre mágica", señalará Borges en su prólogo a Prosa y poesía de Almafuerte (1962), al recordar el momento de su infancia en que descubrió la poesía, cuando oyó a Carriego recitar "El misionero". "Hasta esa noche -agrega-, el lenguaje no había sido otra cosa para mí que un medio de comunicación, un mecanismo cotidiano de signos; los versos de Almafuerte que Evaristo Carriego nos recitó me revelaron que podía también ser una música, una pasión y un sueño."

[9] "I do not set up to be a poet. Only an all-round literary man: a man who talks, not one who sings... Excuse this apology; but I

don_t like to come before people who have a note of song, and let it be supposed I do not know the difference."

No hay comentarios: