viernes, 7 de noviembre de 2008

ELOGIO de la MELANCOLÍA


Edición
revisada y ampliada, Beuvedráis Editores, 2008. 85 pgs.

Armando Roa Vial


UNGARETTI:
POETA DEL AISLAMIENTO


«Al recoger / en este silencio / una palabra / voy ahondando en mi vida / como en un desfiladero», rezan los versos finales del poema "Despedida", escrito en 1916 por Giuseppe Ungaretti, cuya obra escueta, en sordina, apremiada por premoniciones en las que se destejen el abatimiento y la postración, ha hecho de la vivencia de lo crepuscular la columna vertebral de la arquitectura humana.


Heredero de Hamann, Lenau y Baudelaire, antecedente obligado de Paul Celan y Johannes Bobrowsky, Ungaretti fustiga el desteñido universo de la certidumbre lógica -ese rostro mendaz, al decir de Schopenhauer- y defiende, frente al estruendo y la pompa del pensar iluminista, el estupor enmudecido del corazón —«el país más devastado»- ante el asedio de la muerte. Es en estas zonas sombrías donde emerge el impulso más perturbador del destino, la evidencia de lo irreparable, esa evidencia que la palabra poética, como un débil resplandor que brilla desde una corriente esquiva, va conjurando en una tentativa de consuelo.


«Una palabra temblando
en medio de la noche.
Hoja que has nacido
en el aire decaído;
involuntaria rebelión
del hombre ante su
propia precariedad». [Desde "Hermanos"]


Agonista y misántropo, Ungaretti anhela con su poesía -una poesía interpeladora- desterrarse de todo punto de apoyo: los paisajes se diluyen; las luces se vuelven opacas; las presencias se ausentan. Es, eso sí, un deponer para edificar. Sólo desde la pérdida podemos ensayar un nuevo punto de partida. Y es, entonces, cuando la palabra reclama lo suyo, amparándonos y desahogándonos.


Abrumado por la artificiosa estridencia de un destino mancillado por el deterioro y la caducidad, su apelación a la palabra será ante todo un desesperado ejercicio de purgación: para que los contornos de las cosas se vuelvan más acogedores y nuestra soledad menos definitiva. Ungaretti, así, en un esfuerzo taumatúrgico, intentará sortear el baldío laberinto de la inanidad humana, esa madriguera de trazas declinantes y sordas, a fin de que las cosas vuelvan a empaparse de ser. El poema se convierte en un salto numinoso, en un fervoroso acto de redención. Es la liturgia de un hombre bautizando lo inefable para sofocar el vacío.


«En esta tiniebla
con las manos
frías
discierno
mi rostro.
Me encuentro
huérfano en el infinito». [Desde "Otra noche"]


Decidido a encarar la avidez del utopismo secularizador, hizo valer la urgencia de lo sagrado ante los mandarines de la razón ilustrada que trajinan los resortes del destino convirtiéndolo en un laboratorio. Temperamento melancólico, postulando en Dios a un equilibrista y no a un burócrata, consumó con su palabra una obra que es fruto de una honda expiación y de una «angustiosa añoranza de lo absoluto».

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