Por: Alberto Mosquera Moquillaza
Para Humareda, la pintura no era sólo color, era también forma, armonía, composición, dibujo y realidad. Pero una realidad que tenía que sentirla y gustarle, con temas que debían coincidir con su estado de ánimo y su manera de pensar. «¿Mi cuarto? Mi cuarto es más alegre, me gusta. Me gusta
A pesar de todo a pocos se les ocurre pensar que en el fondo de los callejones y solares de la vieja Lima, en sus hoy destartaladas calles y jirones, en sus cantinas y esquinas, o en sus antros, bulle la vida en todos sus colores y matices, con sus héroes, malos y buenos —todo depende del cristal con que se les mire— y en el quehacer cotidiano de una población anónima, que desde las entrañas de la «bestia de un millón de cabezas», va cincelando también el país; cantando y bailando, añorando, los más veteranos, los tiempos pasados: los valses de Felipe Pinglo Alva, los tangos de Carlos Gardel, enzarzándose como siempre en las interminables discusiones sobre si fue mejor Bienvenido Granda (Angustia de no tenerte a ti /tormento de no tener tu amor/ angustia de no besarte más/nostalgia de no escuchar tu voz/) o Daniel Santos (Ayer se cumplieron diez años/de no ver tu cara/de no mirar tus ojos/de no besar tu boca/), aunque unos y otros comulguen con la inigualable Sonora Matancera, Los Compadres, el trío Matamoros o Celina y Reutilio, clásicos representantes de la música caribeña, cuyos ecos, renovados por viejos o nuevos cultores, siguen dando que hablar y bailar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario