A propósito de "Tinieblas", de Claude Porcell
El asalto contra la podredumbre de lo humano irrumpe con insólita mordacidad en la obra de Thomas Bernhard. Apatrida, proscrito y provocador, perpetra en la escritura un simulacro de desembarco ante una existencia que escenificaba una apuesta monstruosa y terminal. Los abyectos subsuelos hábilmente maquillados del alma humana, arrinconados por el desencanto, son el corazón de su pesadilla: el menoscabo como presupuesto definitorio de la persona. Todo propósito es apenas un remedo, un destello engañoso. El destino para Bernhard es una orgía de malestar y sospecha. Hombre sin atributos, heredero de la tradición espiritual de Leopardi y Schopenhauer, hace de cada uno de nosotros un vuelo estéril, un golpe fallido, una agresión de la naturaleza. «Devoraba los libros sobre suicidas, enfermedades y muertes, ahí donde se describía la maldad humana, la clausura de toda salida, el sinsentido, donde sólo tenía lugar lo pútrido y lo destructor». ("El malogrado").
Frente a las acometidas de quienes intentan anestesiar los temores del individuo, Bernhard, permutando el descontento en victoria, se solaza en el encono, la apostasía o la pérdida de cordura. Las instituciones humanas, con su retórica salvífica, son un espejismo falaz, un mero subterfugio destinado a contrapesar la indiferencia moral de las leyes de la naturaleza.
Bernhard, afirmó un crítico, fue un maestro de la desesperación. Un maestro ejemplar. Su mirada perturbadora hizo de lo trágico el sombrío pasaporte de la vida. Si hemos de tomar al pie de la letra sus testimonios, podemos concluir que los seres humanos, por sí mismos, nunca le despertaron simpatías; que sólo sus padecimientos consiguieron apiadarlo. Sin embargo, a diferencia de Cioran, el otro gran inconformista europeo de la posguerra, quien también «padeció de la putrescencia de existir», el temple enfermizo de Bernhard, tal como han reconocido sus exégetas, logró anudar «lo esperpéntico a lo apoteósico, lo ridículo a lo funesto».
Turbulento enemigo de las pompas de los escritores, de la fanfarria academicista y de los fundamentalismos ideológicos, su insolente escepticismo lo llevó a mantener una pugna despiadada contra la cultura conservadora de su Austria natal, sufriendo el silencio, la incomprensión y la censura.
Thomas Bernhard murió en febrero de 1989. Se ha dicho, con sorna, que un apologista de la muerte como él «bien pudo haber muerto de mil muertes posibles». Sea como fuere, su fallecimiento puso término a una de las personalidades más sólidas de la literatura contemporánea. Aunque el peso de la noche lo llevó a negar en esta vida un expediente de exorcismo a vacilaciones y desencantos, al menos pudo testimoniar con ella el itinerario de su vana expiación, desdeñando una época en la que no sentía jugar ningún papel. Fúnebre acróbata, lastrando con su propia pesadumbre, Bernhard se transformó en el contendor de una sociedad volatilizada por la pérdida de vigor espiritual, por la derrota del pensar profundo y, en definitiva, por la banalización de la muerte -o su maquillaje- a manos del universo sofocantemente higiénico de
Confinados a nosotros mismos como a un tumor canceroso, carcomidos por la premonición de la vacuidad inapelable de las confianzas e ilusiones, siendo infructuosa la súplica de cualquier salida, el propósito -o despropósito si se quiere- de Bernhard, olfateando una relegación irremediable a la ruina, envenenado por el desconsuelo, incapaz de exorcisar las fisuras que la desmantelan, culmina en la proclamación luminosa de la muerte.
Su vida, hoy estampada en la controversia, fue la trama de su obra. Por eso a nadie extrañó que, al ser galardonado con el Premio Nacional de Literatura austríaco, quizá mofándose de sí mismo, como un desvergonzado paladín de la tragedia, haya deslizado una afirmación que lo retrata por entero: «No hay nada que celebrar ni nada que fustigar: todo es risible cuando se piensa en la muerte».
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