De: Miguel Ildefonso
Tres fragmentos breves de la novela inédita, o híbrido literario, del poeta y narrador Miguel Ildefonso (Lima, 1970), que escribiera entre 1994 y 1996, y que presentamos acompañados de tres fotografías realizadas este año (por la fotógrafa Dalia E.) a aquel viejo edificio limeño donde vivió el pintor Víctor Humareda (1920-1986), cuya leyenda sirve de inspiración para desarrollar estas historias que conforman "el" Hotel Lima.
Toda la ciudad era una mujer que me conducía al Hotel Lima. Al decir toda, uno se debe imaginar una serie de fragmentos, trozos de cemento regados en el desierto, articulados por puentes, avenidas congestionadas y cerros. Esa noche, iba hacia el Centro con el microbús de la línea 55. El desvencijado Hotel siempre estaba vacío, la oscuridad que ostentaba en su interior no era de la noche, provenía de algo más oscuro. Treinta y tres arcos falsos en sus tres fachadas levantaban de esquina a esquina a aquel monstruo de cuatro pisos color verde olivo, antes plomo. Para entonces había leído algunos escritos del pintor Víctor Humareda en un artículo periodístico y en un par de libros que trataban de su vida y obra. No sabía qué era más fuerte, si la fosforescencia de sus cuadros o la oscuridad del Hotel Lima adonde el pintor se había refugiado hasta su muerte. La alegría que circundaba al decaimiento de esos colores, combinados magistralmente, era la esencia de aquellas escenas obsesivamente cargadas de realidad. Aquel Hotel abandonado en medio de La Parada de pronto se aparecía como una visión transgresora; había que estar ebrio para su contemplación; había que llegar hasta el filo de un abismo para desentrañar sus secretos. Cualquiera de esos cuadros era la coherencia de todo lo absurdo que lo rodeaba. Era el absurdo de toda la coherencia de su abandono. Y mientras más me detenía a observar los cuadros y el Hotel, mi cabeza estallaba cada vez más fuerte dejando volar a los monstruos.
En mi alucinación había entrado al Hotel, pero en vez de subir, bajaba por una especie de laberinto, guiado por la música que provenía de sus entrañas. Ya adentro de la oscuridad total, en un salón grande, comencé a bailar con la música estridente que había allí. Estaba en una discoteca, me di cuenta que no tenía nada en los bolsillos de mi saco. Poco a poco fueron apareciendo unos espectros que también bailaban solos. De aquellas fosforescentes tinieblas apareció entonces una chica vestida toda de negro y se puso a bailar conmigo. Pero la música invitaba a otra cosa, a estar solo, a masturbarse, a arrojarse por una ventana. Ella me estaba hablando, hablándole a mi boca, de pronto le colocó algo a mi lengua. Yo entré por sus ojos y por su tráquea me deslicé como si algo me empujara a traspasar su palidez. Luego otra vez reconocí que estaba en el Hotel Lima, empecé a buscar la salida, al final del pasadizo se hallaba Humareda bailando con Marilyn. Me iba acercando a ellos en una especie de travelling, cuando inusitadamente Marilyn volteó y allí, conmigo, cara a cara, encontré el rostro de Laura. En realidad lo que había ocurrido era lo siguiente: Laura me pidió que la saque de la discoteca. Afuera estaba garuando, caminamos lo más rápido hasta llegar a la entrada de un edificio. Aquí vivo, me dijo; después me empezó a besar desesperadamente. El portero encendió la luz. Corrimos. Esta vez nos detuvimos en un jardín; bajo un árbol nos tendimos, la garúa había cesado. Empecé a acariciarle sus cabellos mojados; desabotoné su blusa negra, desabroché su sostén. Edificios tras casonas antiguas y postes moribundos eran testigos mudos de nuestro primer encuentro. Un perro como salido del infierno empezó a ladrar, pero al poco rato se calló.
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