Alejandro Zambra
"A partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos", dice el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro en Sólo para fumadores, uno de sus grandes relatos, y con seguridad un clásico de la literatura del humo. Antes de seguir, advierto que el cuento de Ribeyro no es lectura recomendable para quienes actualmente se refugian en los demagógicos parches de nicotina, o se entregan temerosamente a la vareniclina, capaz de convertir a excelentes fumadores en depresivos ciudadanos del mundo global. (Conviene recordar, en todo caso, testimonios de personas que, tras seguir exitosos tratamientos con Champix confiesan un enorme desasosiego existencial. "Ahora, sin fumar, todo es infinitamente más fome", me dijo hace poco, de hecho, un amigo alguna vez famoso por sus enérgicas bocanadas).
Después de repasar los primeros Derby, los Chesterfield de estudiante universitario ("cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria"), los "negros y nacionales" Incas, la perfecta cajetilla de los Lucky Strike ("por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que amanecía con amigos la víspera de un examen") y los Gauloises y Gitanes que decoraron sus aventuras parisinas, Ribeyro rememora el momento más triste de su vida como fumador, que se da cuando comprende que para poder fumar debe desprenderse de sus libros: cambia, entonces, a Balzac por varios paquetes de Lucky, y a los poetas surrealistas por una cajetilla de Players, y a Flaubert por unas cuantas decenas de Gauloises, y hasta resigna diez ejemplares de Los gallinazos sin plumas, su primer libro de cuentos, que acaba vendiendo al peso para convertirlos en un miserable paquete de Gitanes.
El título del relato es particularmente adecuado: los siempre tan razonables no fumadores de seguro considerarán descabellados algunos pasajes que, por el contrario, para los fumadores son completamente fidedignos, como aquella heroica noche en que Ribeyro se arroja desde una altura de ocho metros para recuperar una cajetilla de Carriel, o bien, años más tarde, cuando soluciona una severa prohibición escondiendo en la arena paquetes de Dunhill que, tras sortear la vigilancia de su mujer, corre a desenterrar cada mañana. Estas imágenes -el fumador como un deportista de alto riesgo o como un diligente perro que atesora sabrosos huesos- poseen una belleza incomprensible para los legos pero indiscutible, en cambio, para quienes pensamos, como pensaba Rocco Alesina, que "el humo no mata, acompaña hacia la muerte".
Este cuento de Ribeyro merece un lugar principal en la liberadora biblioteca para fumadores que conforman, entre otros necesarios libros, La conciencia de Zeno, de ítalo Svevo; Los cigarrillos son sublimes, de Richard Klein; Puro humo, de Guillermo Cabrera Infante, y Cuando fumar era un placer, el ensayo de autoayuda de Cristina Peri Rossi en que figura este sentido poema, que los no fumadores -de nuevo-pensarán exagerado, pero que para nosotros es una declaración de máxima intensidad amorosa: "Dejar de fumar/ ha sido tan duro/ tan doloroso/ como dejar de amarte".
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