domingo, 2 de noviembre de 2008

Los primeros principios o arte poética

Por Liliana Heker

En el principio (pero no en el principio del principio) hay un caballo que sube por el ascensor. Sé que es de color marrón pero en cambio no sé cómo ha conseguido entrar ni qué hará cuando el ascensor se detenga. En este sentido, el caballo no es como el león. Y no sólo porque el león sube razonablemente por las escaleras; también (y sobre todo) porque la llegada del león tiene una explicación lógica. Pienso: los leones están en África. Pienso: los leones caminan. Me pregunto: si caminan, ¿por qué no se salen nunca de África? Me respondo: porque los leones no tienen un destino, a veces caminan para un lado y a veces caminan para el otro y es así que, yendo y viniendo, nunca se salen de África. Pero eso no me engaña y es natural: si no tienen un destino puede suceder que por lo menos un león, sin proponérselo, camine siempre para el mismo lado. Caminará de día, dormirá de noche, y a la mañana, sin saber lo que hace, caminará en la misma dirección, dormirá de noche y a la mañana, sin saber lo que hace. Pienso: África se termina alguna vez, un león que camine siempre en la misma dirección un buen día se saldrá de África y entrará en otro país. Pienso: la Argentina es otro país, este león puede llegar a la Argentina. Si llega de noche, nadie lo va a ver porque de noche no hay gente por la calle. Subirá las escaleras de mi casa, romperá la puerta del departamento sin hacer ruido (los leones rompen las puertas sin hacer ruido porque tienen la piel espesa y suave) , cruzará el pasillito y se sentará detrás de la mesa del comedor. Yo estoy en la cama; sé que él está allí, esperando, y la cabeza me late: es muy inquietante saber que hay un león en el comedor de nuestra casa y que todavía no se ha movido. Me levanto, salgo de mi pieza y atravieso el comedor -del lado de acá de la mesa, no el del león. Antes de entrar en la cocina me detengo un momento, dándole la espalda. El león no salta sobre mí pero eso no quiere decir nada: puede saltar a la vuelta. Entro en la cocina y tomo agua. Salgo sin detenerme y esta vez el león tampoco salta sobre mí pero eso no quiere decir nada: puede saltar a la vuelta. Entro en la cocina y tomo agua. Salgo sin detenerme y esta vez el león tampoco salta pero eso no quiere decir nada. Me acuesto y espero atentamente: el león no se mueve, sé que él también espera. Me levanto y voy hasta la cocina. Está amaneciendo. A la vuelta, de reojo miro la puerta: no está rota. Pero eso es lo verdaderamente peligroso. Significa que no me he salvado; el león todavía está en camino y vendrá esta noche. Mientras no llegue, un león será como mil leones que me esperan, noche tras noche, detrás de la mesa del comedor.


Así y todo, el león no es peor que el caballo; sé todo acerca de él: sé cómo vino, sé lo que piensa cada vez que voy a tomar agua, sé que el sabe por qué no salta cada vez que no salta, sé que una noche, cuando quiera encontrarme con él, no tendré más que atravesar el comedor del lado de allá de la mesa. Del caballo, en cambio, no sé nada. También llega de noche pero no comprendo para qué ha entrado en el ascensor, ni cómo se las arregla para manejar las puertas corredizas, ni con qué aprieta el botón. El caballo no tiene historia: todo lo que hace es subir por el ascensor. Cuento los pisos: primero, segundo, tercero, cuarto. El ascensor se detiene. Mi corazón se hiela mientras espero. Sé que el final será espantoso pero no sé cómo será. Y este es el principio. El horror de lo inexplicable, o el culto a Descartes, es el principio.


Pero no es el principio del principio. Es el fin del principio. El tiempo en que ya está cercana la muerte de las personitas que viven adentro de la radio y la muerte del Dios con melena larga y poncho de gaucho, sentado con las piernas cruzadas sobre el cielo. (Porque durante todo el principio el mundo está construido de tal manera que Dios y la gente muerta pueden sentarse y caminar sobre el cielo, vale decir: el Universo es una esfera hueca atravesada por un plano; moviéndonos sobre el plano estamos nosotros, las personas vivas, y eso es la tierra. Desde la tierra, mirando hacia arriba, se ve la superficie interna de la semiesfera superior, y eso es el cielo. O el piso del cielo visto desde abajo. Si se lo atraviesa, aparece el verdadero piso del cielo, o cielo propiamente dicho, sobre el que caminan los muertos buenos y se sienta Dios; para nosotros parece difícil; para nosotros parece difícil porque el piso del cielo es redondo pero los muertos pueden sostenerse sobre un cielo así, y Dios también porque es Dios. Debajo de nuestro suelo, dentro de la semiesfera inferior, está el infierno en llamas, donde flotan diablitos colorados y los muertos malos.) Antes del fin del universo esférico y antes que los leones y el caballo, en el corazón mismo del principio, hay cuatro tazas de chocolate sobre un mantel de hule amarillo. Cumplo cuatro años. Pero no hay invitados, ni torta con velitas, ni regalos. Están ellos tres, eso sí; están sentados alrededor de la mesa pero no cuentan en el principio porque ellos tres son de todos los días y un cumpleaños no. Estoy yo sola frente a cuatro tazas de chocolate sobre un mantel de hule amarillo. Me conmuevo. Esto debe ser ser pobre y yo debo estar terriblemente triste. Ahora el techo de la cocina es de paja y las paredes son de barro y mi cuerpo está cubierto de harapos; el viento y la nieve se cuelan por los agujeros de mi pobre choza. Me muero de hambre y de frío mientras, en el palacio, la princesita caprichosa festeja sus cuatro años con una fiesta de cotillón: hay carrozas en la puerta y muñecas de pelo natural y un mono que baila solo para la princesita caprichosa. Yo tomo mi chocolate. Estoy llorando dentro de la taza. Y esto sí es el principio. La trampa de las historias o el poder de la imaginación, es el principio.


Pero tampoco es el principio del principio. Es el principio de la conciencia del principio. Detrás de la conciencia, emergiendo más allá de rostros extraños, como pantallazos, de una sillita de paja sobre un patio de baldosas, de una bisabuela arrugada con una pañoleta negra, de un loco que sube al tranvía con un palo, en el principio verdadero, hay una capucha blanca. Es mía esa capucha. O era mía, no sé, no entiendo lo que ocurre, ella la tiene en su cabeza ahora. Ella ha llegado esta mañana y desde que llegó todos le hacen fiestas. Me han dicho que es mi primita pero no se parece a las primas porque no es más grande que yo, ni me dice que yo soy su muñeca, ni me alza en brazos. A ella sí la alzan en brazos todo el tiempo porque no sabe caminar, como los bebitos de la plaza. La odio. Ya es de noche. Dicen que ella se va a ir y dicen que hace frío. Corro por las piezas, arremeto contra las piernas de las personas grandes, me revuelco sobre un colchón. No me importa que me griten, estoy contenta: ella se va a ir. La miro y ha ocurrido: tiene puesta mi capucha. Dicen que le queda grande, dicen que parece una viejita, se ríen. Voy a hundirle los ojos como a la muñeca, voy a arrancarle la nariz de un mordiscón, voy a sacarle mi capucha. Entonces pasa. Alguien me mira y dice: "¿No es cierto que le prestás la capucha a tu primita?". No sé lo que quiere decir "prestar"; sé que a ella la quiero romper en pequeños pedazos. Miro para arriba. Todos los ojos están fijos en mí. Entonces comprendo: hace falta un gesto, un solo gesto, y el reino otra vez será mío. Esperan. Se están riendo. Les sonrío.
- Sí - digo.

Ellos ríen más fuerte. Me pellizcan la mejilla y dicen que soy un tesoro. He ganado. Es el principio.
Más atrás no hay nada. Busco cuidadosamente algún sabor de mandarina, la voz de mi padre, un olor a manteca de cacao. Algo limpio que me transforme el origen. Quiero un comienzo blanco para mi historia. Es inútil. Detrás no hay nada. Esta capucha, mi primera infamia, es para siempre el principio del principio.

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