«Sediento de saber lo que Dios sabe...».
"El Golem"
Lo recuerdo bien: fue en una calurosa tarde de fines de febrero de 1981, junto a mi familia, en su departamento de Maipú con Marcelo Torcuato Alvear. Sentado en un desteñido sofá gris, dando la espalda a una generosa biblioteca presidida por el retrato de Swedenborg, su voz gutural, algo vacilante, recitó el Padrenuestro en antiguo anglosajón. Lo hizo a su manera, «con previo fervor y una misteriosa lealtad». Su voz me emocionó. Borges se replegaba. Era un reto. Aventuré, entonces, que más allá de las fatigas de la duda (solía afirmar: «Creo en Dios pese a la teología»), cada frase destilaba un vigoroso sentimiento religioso. Al acabar, cruzó las manos; luego suspiró ligeramente abriendo un dilatado silencio.
Es célebre la afirmación de Lessing, quien interpelado acerca de si le gustaría que la verdad divina fuese puesta a su alcance, respondió que no, que «preferiría buscarla y encontrarla». Sospecho que ésa habría sido, también, la respuesta de Borges, tejedor y destejedor de perplejidades, forjando en su laberinto el corazón secreto de lo divino. «Sé que en la sombra hay Otro -refiere en su poema "El laberinto"-, cuya suerte es fatigar las largas soledades de este Hades y ansiar mi sangre y devorar mi muerte. Nos buscamos los dos. Ojalá fuera éste el último día de espera».
La teodicea de Borges se asienta en las especulaciones de cabalistas y heresiarcas, en el budismo, en la mística de Eckhart y en la epifanía de Hegel: la divinidad, al necesitar del mundo para completarse, queda a merced de su creación. El poema "Jonathan Edwards", a ese respecto, resulta esclarecedor. Representa una síntesis concentrada de Hegel vía Eriúgena: es menester que Dios abjure de sí para darse a conocer. Al brindar su génesis al mundo, la divinidad se desdobla perdiendo integridad; por otro lado, al estatuirse lo creado, esto es, la naturaleza y el hombre, la conciencia humana se convierte en el despliegue del propio entendimiento divino. Cito ahora un pasaje de "La larga busca": «Anterior al tiempo o fuera del tiempo (ambas locuciones son vanas) o en un lugar que no es el espacio, hay un animal invisible, y acaso diáfano, que los hombres buscan y que nos busca».
Las dimensiones de «ese animal invisible» de la epifanía borgiana pueden ser reveladoras. Hay alusiones ilustrativas en sus poemas:
Borges tardó en sobreponerse al silencio. Nos confió, pudorosamente, su extenuante búsqueda de Dios. Hoy, tras leerlo y releerlo, entiendo que aquel testimonio perteneció al Borges «íntimo y no al oficial», al Borges que atisbaba en cada hombre la «voluntad de perpetuarse en su ser».
Han transcurrido casi tres décadas desde aquella visita -yo entonces contaba con sólo quince años- y el timbre de su voz no me abandona, una voz de peregrino ciego y memorioso que, más allá de las fatigas y desencantos, pugnaba por erigir una ilusión que pudiera justificarlo.
ELOGIO DE
El «desde ahora y para siempre» de la muerte, empozado en vida, encuentra su antesala más palpable en la melancolía. Lo imposible de reponerse o restaurarse, digamos lo irremediable, se exhibe en aquélla como en un simulacro. Muerte en vida, le llaman algunos. Yo prefiero acuñarla como trampa salvadora. Porque nos induce al curso inverso de acción: incómodos ante la terminalidad de lo concluso, nos obliga a vivir bajo la premura de lo transitorio. O para ser más precisos: es la estela de la muerte la que en la melancolía se transforma en fuerza para no retenernos en nada. Así hablamos entonces del más posesivo de los desposeimientos. Urjido por su provisionalidad insoslayable, el hombre es el mejor heredero del hombre, con la melancolía como fundamento dinámico de su quehacer.
Cada época histórica, nos han enseñado, «exige nuevas formas de entender la melancolía»: ya sea como «tangibilidad de lo precario» (Burton) o, también, más próxima a nosotros, como condición de posibilidad de lo humano (Ricoeur), al no ser acometible la existencia sino por «comunión con cierta esfera de lo desamparante». Lejos, pues, de ser pasto de miserias, la melancolía, como muchos han reconocido, brinda al hombre su estocada liberadora. Kierkegaard estaba en lo cierto al afirmar que la filosofía era legataria de la desesperación, no de la perplejidad. Y Hólderlin, cuando encaró su propia orfandad con aquellos hermosos versos que rezan «donde crece el peligro crece lo que salva», adivinó que lo frágil puede ser el salvoconducto fortalecedor de la persona, el germen al que precisa acudir para tomar posesión de sí.
He ahí el misterioso cara y cruz de la melancolía: un voto de confianza en un porvenir a culminar, promesa de una eternidad donde nada nos privará de ser aquello que fuimos.
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