domingo, 9 de noviembre de 2008

Homenaje a Guillaume Apollinaire


Por: J. Rafael Macau


Su verdadero nombre era Wilhelm Apollinaris de Kostrowitzky. Nació en Roma el 26 de agosto de 1880 y murió en París un 9 de noviembre de 1918. Pasó su infancia entre Roma, Mónaco (donde estudió) y París. Escritor de vida azarosa, desempeñó diversos empleos: en 1901 lo vemos viajando a Alemania, para sobrevivir, como preceptor de la hija de la vizcondesa de Milhau, durante un año. A su regreso a París, en 1902, trabajó como contable en la Bolsa y como crítico para varias revistas, desde las que teorizó en defensa de las nuevas tendencias, como el cubismo de sus amigos Picasso y Braque y el fauvismo de Henri Matisse, con los que compartió la vida bohemia de la época y frecuentó los círculos artísticos y literarios de la capital francesa, donde adquirió cierta notoriedad. En 1909 publicó su primer libro, El encantador en putrefacción, basado en la leyenda de Merlín y Viviana, al que siguieron una serie de relatos de contenido fabuloso. Sus libros de poemas El bestiario o el cortejo de Orfeo (1911) y Alcoholes (1913) reflejan la influencia del simbolismo, al tiempo que introducen ya importantes innovaciones formales; ese mismo año apareció el ensayo crítico Los pintores cubistas, defensa encendida del nuevo movimiento como superación del realismo. Al estallar la guerra de 1914, se alistó como voluntario y fue herido de gravedad en la cabeza en 1916; ese año se le concede la nacionalidad francesa, murió dos años después, víctima de la gripe española, cuando aún estaba convaleciente.


Prólogo al primer libro de Apollinaire: Las once mil vergas


Sobre la historia de “Las once mil vergas”



Esta es la primera obra que publicó Guillaume Apollinaire. Y siendo éste un personaje esencialmente contradictorio, no podía faltar la contradicción ya desde el comienzo. Pues, oficialmente, Las once mil vergas no es de Apollinaire. Oficialmente es una obra anónima. La primera edición data de 1907. Apareció sin ninguna indicación de editor y de forma clandestina. Sin someterse a ningún trámite previo de censura ni de inscripción en registro alguno. La distribución y la venta se realizaron también bajo cuerda. El deseo de evitar cualquier persecución por obscenidad hizo que esta gigantesca parodia apareciera firmada simplemente por un tal G. A. La segunda edición –1911– tiene las mismas características formales. No puedo afirmar con absoluta seguridad que estas dos ediciones corrieran a cargo del mismo Apollinaire, aunque es lo más verosímil, teniendo en cuenta todo el trabajo de reediciones –legales algunas, clandestinas otras– de libros eróticos realizado por el poeta.


A pesar del anonimato, ya desde su aparición esta obra fue atribuida al poeta. ¿Qué razones había para ello? Las declaraciones de sus amigos. Picasso, Dalize, Braque, Jacob, Salmón, Bretón, Eluard, Aragón, entre otros, han afirmado la paternidad de Apollinaire respecto a Las once mil vergas. Mac Orlan poseía un ejemplar de la primera edición con una dedicatoria del autor. En los círculos culturales de vanguardia del París de principios de siglo la personalidad del autor de Las once mil vergas era un secreto a voces.


Pero hasta 1924, seis años después de la muerte del poeta, este multitudinario secreto no se desvela en letra impresa. En el número de enero-febrero de 1924 la revista “Images de Paris”, número especial dedicado a Apollinaire, aparece un artículo de Florent Fels nombrando con todas sus letras al autor de Las once mil vergas y una bibliografía de Elie Richard, contabilizando este libro entre los escritos de Apollinaire. En 1930 aparece una reedición de la obra que ya incorpora el nombre del autor. A partir de entonces, si bien las reediciones no se han prodigado, siempre han llevado la indicación completa de la personalidad del autor.


¿Qué es “Las once mil vergas”?


Veamos que decía la gacetilla publicitaria de un catálogo clandestino de libros eróticos, fechado en 1907:

“Más fuerte que el marqués de Sade, así es como un célebre crítico ha juzgado Las once mil vergas, la nueva novela de la que se habla en voz baja en los salones más distinguidos de París y del extranjero.

“Este volumen ha agradado por su novedad, por su fantasía impagable, por su audacia casi increíble.

“Deja muy atrás las obras más aterradoras del divino marqués. Pero el autor ha sabido combinar lo encantador con lo horrible.

“No se ha escrito nada más aterrador que la orgía en el coche-cama, culminada por un doble asesinato. Nada más conmovedor que el episodio de la japonesa Kiliemu cuyo amante, afeminado confeso, muere empalado tal como ha vivido.

“Hay escenas de vampirismo sin precedentes cuya actriz principal es una enfermera de la Cruz Roja , bella como un ángel, que, insaciable, viola a los muertos y a los heridos.

“Los café-cantantes y los burdeles de Port-Arthur dejan en este libro los destellos rojizos de las llamas obscenas de sus faroles.

“Las escenas de pederastía, de safismo, de necrofilia, de escatomanía, de bestialidad se combinan de la forma más armoniosa.

“Sádicos o masoquistas, los personajes de Las once mil vergas pertenecen de hoy en adelante a la literatura.

“La flagelación, ese arte voluptuoso del que se ha podido decir que los que lo ignoran no conocen el amor, está tratado aquí de una manera completamente nueva.

“Es la novela del amor moderno escrita en una forma perfectamente literaria. El autor se ha atrevido a decirlo todo, es verdad, pero sin ninguna vulgaridad.”


Quizás sea cierto, pero no es toda la verdad y por lo tanto es mentira. Las once mil vergas es algo más. Es, en primer lugar, un resumen y una recapitulación de todos los motivos eróticos de la literatura universal tratados en forma paródica. Una parodia muy peculiar, por cierto. Lleva cada tema, cada situación, al límite. La coherencia interna se mantiene, pero la obra en conjunto se convierte en una enorme bufonada. La seriedad y la trascendencia, típicas de la pornografía de consumo, brillan por su ausencia. El humor invade y domina toda la obra. La define, creo yo. Las once mil vergas es esencialmente una obra humorística.


Esta clave paródica se refleja en el aspecto de crónica de la belle-époque que tiene la novela. El ambiente es totalmente belle-époque. Y los personajes, también. Están todos inspirados en amigos y conocidos de Apollinaire o en personajes de la crónica mundana del París de la época.


El nombre del protagonista, el hospodar rumano Mony Vibescu, parece estar inspirado en varias personas. Existió un príncipe Vibescu, hospodar en el siglo XIX. En París vivía un Bibesco, amigo de Marcel Proust. ¿Y el nombre propio, Mony? La psicología del personaje me hace pensar en Boni de la Castellane (1867-1932), político nacionalista francés y, sobre todo, el dandy supremo, el arbitro de la elegancia, de la moda y del savoir-faire del París de principios de siglo.


¿Y qué decir de Culculine d'Ancóne, que tiene un amante explorador? Esa encantadora personita con nombre indecente me hace pensar en la bella Emilienne d'Alençon, amante del rey Leopoldo II de Bélgica, el que dirigió personalmente la colonización del Congo. Emilienne d'Alençon, Cleo de Merode y Liane de Pougy eran las reinas indiscutibles del “de-mi-monde” de las grandes cortesanas que vivía en estrecha relación con el “monde” implacable de la Culculine d'Ancóne y Alexine Mangetout, la pareja de la ficción, están inspiradas en esas exquisitas hetairas. El grado de exageración paródica que se permite Apollinaire está sólidamente basado en la realidad, que en sí era ya bastante humorística. Baste un botón de muestra. El rey Leopoldo quería ocultar sus amores con Emilienne. No halló mejor solución para ello que aparentar ser el amante de Cleo de Merode, lo que le valió que los caricaturistas de la época le bautizaran como Cleopoldo. Ello le permitía relacionarse con facilidad y discreción con Emilienne, e incluso llevarla a casa como diría un castizo. Es famosa una carta del rey a la joven: “Voy a Escocia a cazar gallos salvajes. Ven con nosotros. Te llamarás condesa de Songeon y te presentaré a mi primo Eduardo”. El primo de marras era el futuro Eduardo VII de Inglaterra y la treta estaba destinada a engañar a la puritana reina Victoria. Este real episodio real podría figurar sin desentonar en el texto de Las once mil vergas.


Más personajes. André Bar, periodista parisino que en la ficción dirige el complot contra la dinastía de los Obrenovitch. Su nombre suena igual que el de André Barre, periodista parisino especializado en temas balcánicos.


De nuevo en la ficción, dos poetas simbolistas homosexuales dirigen un burdel en el Port-Arthur sitiado durante la guerra ruso-japonesa. Uno de ellos se llama Adolphe Terré. ¿Quién no le identificaría con el simbolista Adolphe Retté, que si no tenía fama de homosexual, sí la tenía de borracho?


¿Y Genmolay, corresponsal de guerra y escultor del monumento funerario del príncipe Vibescu? Fonéticamente es lo mismo que Jean Mollet, gran amigo de Apollinaire, que ni era corresponsal de guerra, ni escultor, ni estuvo jamás en Manchuria.


Y si pasáramos a otras obras de Apollinaire, veríamos que muchos personajes de Las once mil vergas parecen parientes próximos de los protagonistas de otros textos del poeta.


Las once mil vergas es el texto más claramente humorístico de Apollinaire. Responde a su gusto innato por la provocación, a su interés por el erotismo, a su portentosa e imaginativa erudición, a su don genial para la mixtificación y, cómo no, a la contradicción permanente a toda la obra y la vida del poeta. Entre las líneas de este texto corrosivo que puede ser interpretado, si se quiere, como denuncia de una manera de vivir y de unos falsos valores, aparece la atracción hacia ese mismo modo de vida que se denuncia. Creo que ni la denuncia ni la atracción formaban parte consciente de las intenciones del autor. Inconscientemente están presentes las dos. Atraído estéticamente por aspectos de una sociedad que le repugna, Apollinaire se burla ferozmente de ella. No es la única de sus contradicciones. Quizá donde quede reflejada con más claridad su actitud vital sea en su participación en la Gran Guerra : herido en las trincheras francesas mientras leía tranquilamente el periódico, él que decía desear la victoria de Alemania pues significaría el triunfo universal del cubismo. El hecho en sí no es fundamental. Pero sí arquetípico de la actitud del poeta ante la vida y de sus relaciones con ella. El mismo, admirador incondicional del cubismo, era un personaje cubista, con mil facetas diferentes. Provocador anti-burgués decía desear ardientemente la Legión de Honor.


La libresca y cartesiana tradición marxista francesa ha intentado apropiárselo y ha tenido que confesar su derrota para asumir las contradicciones de su vida y de su obra. Una cierta tradición “maldita” ha querido ver en él al apóstol de la marginación, el desarraigo y la angustia vital preexistencialista. Tampoco han podido digerirlo. Los momentos de angustia no son los únicos, ni siquiera los más importantes, dentro de la obra y la vida de Apollinaire. La alegría de vivir, la burla, el humor, la farsa por la farsa, la curiosidad cha-farderil e impertinente, la mixtificación por diversión ocupan demasiado lugar dentro de la producción y la vida del poeta. Las once mil vergas es el ejemplo más luminoso de todo ello. Precisamente por eso Pablo Picasso, entre otros, la consideraba la obra maestra del autor. Los marxistas esclerosados, los malditos autocomplacidos en su angustia y los tripudos académicos se han visto obligados a disculpar, como pecadillos sin importancia dentro de una Gran Obra, todos estos aspectos de la producción de Apollinaire. Coinciden en afirmar que no son los fundamentales. Mienten como bellacos, diría el príncipe Vibescu. Nada es accesorio en la obra del poeta. Y menos que nada, el sacrosanto humor.


Ernst Fischer, hablando de Karl Kraus, dice: “ ¡Que nadie diga: era de los nuestros! ¡Pues no era de nadie!... Estuvo siempre solo; conservador y rebelde, mirando hacia adelante y vuelto hacia el pasado...” Estas líneas, dedicadas a un personaje tan diferente, se pueden aplicar con exacta precisión a Guillaume-Albert-Vladimir-Alexandre Apollinaire Kostrowitzky, francés, nacido en Roma, hijo de una dama polaca y de padre desconocido, aunque haya fundados motivos para atribuir su paternidad al obispo de Monaco.


Un consejo


Quien pueda procurarse una edición francesa de este texto, que lo haga y lo lea en su idioma original. El francés se formó como lengua literaria con Rabelais y más tarde con el marqués de Sade. La literatura se desarrolló en un clima de relativa tolerancia desde la Revolución de 1789. Los términos eróticos y sexuales empleados en francés son de una precisión y un refinamiento extraordinarios. El vocabulario sexual castellano es más pobre, menos preciso y muchos vocablos, aunque no lo sean, parecen malsonantes a nuestros oídos tras tantos siglos de hipocresía y represión de los impulsos más vitales. La traducción, en este caso más que en otros, empobrece necesariamente el texto, hace perder muchos juegos de palabras y si hubiera traducido también los nombres y apellidos de los personajes, hubiera velado el doble sentido de muchos de ellos. El empobrecimiento que la traducción hace sufrir al texto empieza en el mismo título. En francés Les onze mille verges rima con las famosas Onze mille vierges que, dirigidas por santa Úrsula, prefirieron morir antes que entregarse a los hunos que querían violarlas. En castellano, vergas y vírgenes no riman. Quizás sea más real, pero no es tan divertido.



Noviembre de 1977

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