ROBERTO ECHAVARREN
Hélène Cixous constata que en Finnegan’s Wake:
Las palabras pueden comunicar como vasos..., el sentido puede circular a través de cadenas
sonoras como a través de un espacio sin límites... pero hay, muy lejos es verdad, en el horizonte del
lenguaje, un límite: Joyce no podrá desarticular la gramática sino a riesgo de encontrarse ahogado
en un mar fonético, solo para siempre.1
Las palabras pueden comunicar como vasos..., el sentido puede circular a través de cadenas
sonoras como a través de un espacio sin límites... pero hay, muy lejos es verdad, en el horizonte del
lenguaje, un límite: Joyce no podrá desarticular la gramática sino a riesgo de encontrarse ahogado
en un mar fonético, solo para siempre.1
La aventura de la escritura es la de sobrepasar todos los límites viéndose así abocada a la muerte del arte, como pronosticaba Hegel, y como la pone en escena Tristan Tzara. La rompiente de los límites, en el caso de la escritura, se abre a una experiencia de incomunicación. Hasta cierto punto poetas como Vicente Huidobro prescindieron de la gramática, construyendo collages de iconos metafóricos. Esta tendencia fue llevada a cierto extremo por la poesía concreta brasilera del grupo Noigandres (del provenzal, “nosotros los grandes”) en los años cincuenta. Curiosamente los poemas concretos no fueron un caos sino secuencias ordenadas depermutaciones fonéticas. Trazaron escalas y deslizamientos de (a veces) palabras marca de la propaganda: fueron contramarcas pop; imitaron, por su disposición, efectos del op art, suspensiones, transmutaciones vibratorias de Victor Vasarely y de Jesús Rafael Soto.
Pero en Galaxias (San Pablo, Ex Libris, 1984) Haroldo de Campos retoma el límite que Joyce en Finnegan’s Wake no llegó a abolir: la ilación gramatical. Aunque hay diferencias: mientras Joyce respeta los signos de puntuación, De Campos los suprime. El efecto es un flujo torrencial de frases.
Este es el enclave en que se juega la nueva fase (y también la poética) de Haroldo de Campos. Joyce es reconocido en el propio poema como el intertexto capital. Pero, asimismo, las largas y complejas frases (de configuración indeterminada a veces, ya que carecen de puntuación) recuerdan la torturada y vertiginosa sintaxis del barroco, en particular español (Góngora y Sor Juana). De Campos es consciente de este nuevo lazo de familia y, más tarde, en un ensayo, O seqüestro do barroco na formação da literatura brasileira: o caso de Gregório de Mattos (Salvador, FCJA, 1989), acusa a Antonio Cândido de ignorar, en su A Formação da Literatura Brasileira, de 1959, la existencia o gravitación histórica de la tradición barroca fundada en el Brasil por el poeta Gregório de Mattos (1636-1695). De Campos examina el modelo de literatura y de tradición literaria que propone António Cândido, un modelo que concuerda con un romanticismo domado por el clasicismo, y anunciador del realismo, el cual privilegia las funciones emotiva, referencial y comunicativa del mensaje literario. A este modelo contrapone De Campos el de Roman Jakobson, que en su artículo “Lingüística y poética” (1958) destaca las funciones poética y metalingüística del mensaje literario y construye así un modelo que resulta más afín a la poética del barroco. Si la función poética –centrada en la elaboración del mensaje atendiendo a los aspectos de redundancia significante– predomina rotunda en el caso de Góngora, en Sor Juana asistimos a una exacerbación, junto a la función poética, de la función metalingüística, que llama la atención y se vuelca críticamente sobre el código, vale decir sobre el ordenamiento tanto gramatical como ontológico-metafísico que hace posible el mensaje. “El sueño” de Sor Juana examina la lógica y los instrumentos téticos del conocer (como las categorías de Aristóteles). De Campos señala que disminuir la importancia o denegar la gravitación de un poeta como Gregório de Mattos, traductor en su momento de Góngora y Quevedo, por parte de los historiadores de la literatura brasilera implica no sólo la obliteración de un poeta, sino también la de cierta poética, y aún la de cierta visión de la tradición literaria de la lengua portuguesa en el Brasil.
A la luz de este ensayo crucial podemos leer Galaxias, no sólo como una suerte de “transcreación” de Finnegan’s Wake, sino además como una anagnórisis del barroco fundante. Contrarresta así De Campos la visión de algunos historiadores de la literatura del Brasil, que “normalizan” la tradición a partir de un clasicismo y de un romanticismo mayoritarios, oficiales, carentes de cualquier exceso. (De Campos reconoce sin embargo que el propio António Cândido –en Dialética da Malandragem, un ensayo de 1970– opera una vuelta de tuerca “dialéctica” de su propio modelo de 1959 –Formação– al tomar en consideración pautas de “expresiones rutilantes, que reaparecen de modo periódico”). Galaxias y los escritos concomitantes de De Campos marcan un vuelco en su escritura y en su poética. Pasa de una etapa concretista, disociada gramaticalmente, que debe más al icono de cierta primera vanguardia y al aspecto ideogramático e imagista de Ezra Pound, y abraza una sintaxis vertiginosa, cuyo efecto acentúa al suprimir los signos de puntuación. Se desliza hacia el referente contemporáneo, James Joyce, hacia el fluir de riverrun, paradigma deformante pero sintáctico: el de Finnegan’s Wake. E incluso se acerca ahora sí mucho más a su invocado Mallarmé, que había declarado “Je suis un syntaxier” (hago sintaxis).
En esta nueva etapa De Campos pasa a integrar el mapa del neobarroco español y latinoamericano que, a partir de una revalorización de Góngora por parte del simbolismo francés encuentra sus primeros practicantes en Ramón del Valle Inclán, cierto Rubén Darío, o el Herrera y Reissig de “La torre de las esfinges”. Pero el poeta que a mi ver más cabalmente encarna esta tendencia es el cubano José Lezama Lima. En sus ensayos, Lezama no sólo se ocupa de Góngora, sino que además rompe con la linearidad de las tradiciones poéticas al elaborar la noción de “era imaginaria”. Lezama encuentra “orígenes”, en el sentido de Walter Benjamin, de Urprung:2 saltos, o brotes discontinuos, pero potencialmente equivalentes, en registros y economías simbólicas aparentemente muy alejadas de nosotros, tal el sistema poético de los egipcios o de los chinos. Estos sistemas se vuelven legibles para él en los términos concretos de nuestra vida presente. La estrategia de Lezama le permite hacer hablar a constelaciones “muertas”, a colosos largo tiempo enmudecidos. Tal continuidad de la discontinuidad deshace cualquier continuismo histórico; no se limita a ser una “tradición de la ruptura” dentro de un esquema lineal (ésta es la visión simplista de Octavio Paz), sino opera saltos de la espiritualidad que sugieren pistas hacia un aquí y ahora de modos de vida, de prácticas y de maneras que en principio parecen lejanos. Deshace cualquier continuismo histórico basado en la “identidad nacional” o en la historia de una particular tradición.
El surgimiento de la poética barroca en la literatura del continente europeo y de la América colonial tiene que ver con el redescubrimiento de un fragmento griego anónimo de la antigüedad, el tratado poético acerca de “Lo sublime”. Y cuando, en su libro La expresión americana, Lezama afirma que la serpiente americana es el último dragón asiático, salta por encima de cualquier antecedente europeo u occidental del quehacer literario, para afirmar la desmesura. Vuelve cercano lo más lejano. Confronta lo extraño y lo descubre familiar, con el salto de un descubrimiento. La poesía que suele escribirse tanto en portugués como en español cultiva a menudo un coloquialismo chato. Pero los poetas latinoamericanos, trátese de Néstor Perlongher o de Paulo Leminski, escriben en el espacio literario abierto por José Lezama Lima y por Haroldo de Campos. Integran una tendencia ajena a la “normalidad”, al “nivel medio”, al predominio incontestado de la función comunicativa en detrimento de la exploración de las posibilidades plásticas y sonoras, las chispas de pensamiento engarzadas allí.
Se ha dicho que el Finnegan’s Wake va más allá de la novela hacia la recuperación de un epos, porque las resonancias culturales del idioma priman sobre el aspecto referencial. Se trata de una aventura, una travesía, una conquista del idioma, que prima sobre los contenidos referenciales. La dicción es acción, puesta en juego, práctica, y resuena a partir de maneras de hablar, pronunciaciones acendradas, singularidades de tono e inflexión, modulaciones del alma o del aliento. Ciertos nombres o significantes se vuelven personajes, o siluetas momentáneas, invocaciones someras que sirven de pretexto a nuevos arranques. Paradójicamente el resultado no es contar más, sino contar menos, o casi no contar, datos someros para entrever y guiarse, por la pulsación de los sentidos, en el camino de un renglón, abierto y vuelto a cerrar. El juego deformante de la prosodia, el hablarse a uno mismo no con una voz sino con muchas voces, hace que cualquier lectura se vuelva una interpretación de resonancias virtuales inagotables. No hay un yo identitario sino vibración sonora, como quieren Mallarmé y Haroldo. Se disuelve el yo, la identidad. El sujeto usa todos los pronombres y permanece allí, en acecho, pulsando y repulsando distinciones, juegos de palabras, una lógica de cualidades, un espacio de transformaciones topológicas, para decir una verdad que interpela lo real de la experiencia. Juan de Jáuregui, en su Antídoto en contra de las pestíferas Soledades de Góngora, se queja de que tantos recursos y artificios se hayan empleado para beneficiar un tema indigno de una composición de arte mayor, una historia mínima y deleznable acerca de pollos y gallinas. El poema escéptico de Sor Juana, “El sueño”, aboca a un naufragio icárico ante las posibilidades del conocer, considera insuficientes tanto la intuición platónica como las categorías aristotélicas. Lo que se salva en este poema es el vuelo del alma, una trayectoria recorrida mientras dura el sueño. Lo que salva a Finnegan’s Wake, como a Las soledades, es la consistencia de un impulso, el desfile imantado, los logros expresivos de un tránsito de escritura. Esta escritura carece de un sentido del fin; es, en el caso de Galaxias, un perpetuum mobile (como señala Guimarães Rosa); consiste en una práctica siempre renovada que acaba por agotamiento de sus líneas de fuerza. En el soneto de las “Correspondencias”, Baudelaire pone en escena una caída de las distinciones o clasificaciones que él mismo esboza. El simbolismo, a pesar y a causa de la proliferación isotópica que exacerba, no presenta una hipersignificación sino constata un derrumbamiento, el derrumbamiento del mundo en el poema. Lo que creíamos que era, no era, lo que creíamos que sabíamos, no lo sabíamos. El acto de poesía descubre la ignorancia. Al escribir sobre Finnegan’s Wake, Harry Levin juzga que su aparente riqueza es pobreza, que el libro es un motor o máquina significante a-teleológica, puesta en marcha como la lengua absurda de un loro.3 Nota también la relevancia de la prosopopeya del río. Como el flujo de un río concibe también Góngora el discurrir de las Soledades, y el canto de “Polifemo” es la prosopopeya de un coloso, una cascada que cae desde una masa de piedras, o montaña. Lo singular, nota Levin en Finnegan’s, se generaliza en el gesto significante y pierde la concreción y la persistencia de una figuración realista.4 Pero esa generalidad, agrego, no se universaliza más que como “universal ilógico” (juicio estético para Kant) que lo retrotrae a su singularidad o concreción estilística, así llamada estética, cada acto considerado como performance, desempeño reticente, de alas cortas. La sucesión de figuras indeterminadas y momentáneas, el filo cómico que sobresale de las ocurrencias y el abigarramiento, bautizan cada secuencia, llevan las partículas hacia una metamorfosis marina, como de canto rodado y mascado, un sea change (para retomar la expresión de Shakespeare en La tempestad) que lo sustrae del significado convencional, del ser convencional, para integrarlo en un habla particular que interpela lo real, apela a lo inmediato, lo canaliza como un escape de energía formativa.
No es un discurso moralizante, aunque simula serlo en ocasiones (hablo aquí del Finnegan’s Wake) para potenciar el efecto histriónico de doblez y de contraste. Hay sí una ética de consistencia, de esfuerzo perseverante al ocuparse de sí y de los fenómenos que atañen a una coyuntura, a un particular estar en el mundo. Harry Levin nombra algunos de los procedimientos joycianos. Unos son acústicos: la “rima, aliteración, asonancia, onomatopeya”. Otros son morfológicos: las “concreciones secundarias, infijos, etimologías, idiotismos”. Otros son alfabéticos: los “acrósticos, anagramas, palíndromos, inversiones. Hay otros, todavía, más deportivos, que permiten formar una frase cambiando cada vez una letra o que entretejen en una narración grupos de palabras de la misma familia”.5 El ejercicio histriónico de alguien (Joyce pensó en un momento ser actor) exhibe un idiolecto. El Work in Progress es concebido por Joyce como una batalla contra la lengua (y por implicación contra el poder dominador sobre Irlanda): “He luchado por eso durante veinte años... Ahora la guerra entre Inglaterra y yo ha terminado, y soy el conquistador.”6 Pero esta batalla, que exhibe una “habilidad casi hiperestésica para reproducir las sensaciones”, más que una narración es una digresión continua “con una posibilidad para el equívoco que sólo pertenece a los dioses.”7 La crueldad lasciva contra el inglés no busca un fondo significativo, sino que pone en escena figuraciones, restos de prejuicios pretendidamente vigentes, y se vale de medios cínicos para proseguir, como un engañador que pasea su estafa por espíritu deportivo, para gozar al lucirse. Su logro, mientras dura, no es engañoso, sino liberador, precisamente a través de su efecto cómico.
A pesar de las permutaciones y deformaciones del habla, el Finnegan’s es más coherente, más integrado, más íntimamente grácil y flexible, tiene una unidad de impulso más cabal que los Cantos de Ezra Pound, que sin embargo es otro intertexto decisivo para Galaxias. Galaxias se propone como un ejercicio metódico, obstinado, de cincuenta páginas, de poemas autónomos de un poco más de cuarenta versos cada uno, versos que transitan de un margen a otro de la página en un bloque homogéneo. De pronto, de un mosaico romano del País Vasco, surge Dionisos acompañado de una pantera. Este mosaico explota por los aires a causa de una bomba alemana
durante la Guerra Civil de España. Los colores intensos del esmalte parecen brillar más que nunca en el big bang.
No se trata de subrayar aquí la autoimportancia del libro, sino la práctica de la escritura, el cultivo de sí a través de un procedimiento, un compás temporal de ejercicio que Góngora llamaba “bienaventurado albergue a cualquier hora”. Predomina un portugués mercurial con interferencias de español o italiano, más salpicaduras de alemán, francés, inglés, griego antiguo y una gota de ruso. En el Finnegan’s el gesto es histriónico, como si expresara salidas divertidas de un actor, su exageración fingida. En Galaxias suplicio y éxtasis, presiones fisiológicas, sufrimientos vividos como goces, una retícula o dispositivo dérmico que me hace pensar en la máquina de “La Colonia Penal” de Kafka, que corta filosa sobre un cuerpo sujetado, escribe sobre un cuerpo real e histórico, cultivado, capaz de intensidad y gozo. Galaxias es un collage de escenas, un abigarramiento de derivas y de asociaciones fónico-significantes, un Baedeker haroldiano que cubre varios lugares y climas. Viaje o no, el libro combina descripciones someras de los asistentes a un restaurante, lo que comen, el sabor de las kuchen (tortas) que degustan unas señoras mayores en una confitería de Viena, el desagradable pollo frito probado en Manhattan, y un yo lírico transita Granada, Los Angeles, Lituania, Italia, Venecia, Roma, asiste a una corrida de toros en España, oye frases deshilachadas de un diálogo lumpen en Buenos Aires, visita los campos de exterminio en Polonia. Sus locaciones resultan en parte reminiscentes del Baedeker de Ezra Pound, tal la Provenza de los trovadores y las ciudades italianas.
Galaxias es extraordinariamente pictórico, lambetazos de ambiente con imágenes, retazos de lenguaje hablado en el idioma original de ese sitio, el entretenimiento ocasional de una prostituta de ojos de tigre o de una bailarina alemana disfrazada de japonesa. Es la mujer-página. “Esta mujer-libro, este kimono-mariposa que ensobra en rojo un gesto de escritura.” Por un lado la mujer-página y por otro el lingam componen el dispositivo erótico, la economía que inviste la combinatoria del poema. El poeta no se distrae de su motivo; su relieve erótico es su sentido estético. Rinde las cosas visibles e imprime “su diamante legible sólo por un momento”. A veces trae el éxtasis, y a veces una contraepifanía, ya que la lengua “es resaca y es cloaca es sarro y barro y esputo y amargo”. De ese trayecto desigual no se saca un más, se saca un menos: “quédate al menos con este menos”. Es un menos, porque Galaxias “se rehúsa a todas las otras explicaciones del punto de vista del autor, el dialogismo de los personajes, la mediación del narrador.” El resultado es una obscena mascarada, “un abominable travestimiento de géneros”, “un travesti” que se pone y se quita la peluca. La mimesis queda desmantelada a cada paso; el recorrido es lo que cuenta. “Todo lo que pueda decirse importa y nada que se diga importa porque todo nada importa.” Las palabras-valija, palabras compuestas, retumban en la caracola del oído para hacer nuevo, para iluminar, vivificar. Si “Paris es una babel barroca”, porque allí copulan, se mezclan, los negros y las rubias, Galaxias es asimismo una babel barroca.
No es sólo cuestión de palabras, sean oídas o entreoídas, deformadas; no es sólo cuestión de significantes verbales, sino de significantes plásticos, de clima y de temperatura, “educación de los cinco sentidos” por donde pasa esa saliva que sostiene a la palabra, la vida “que inflora en las redes capilares”, un jugo que impregna las papilas, una experiencia gustativa y babeante que va más allá que las palabras, que la “conversa en cuatro lenguas”, hacia dimensiones no verbales de la experiencia, dimensiones no verbales del criterio. Es una partitura de ejecuciones posibles. Al rebatir las superficies poliédricas de los significantes, se despliega para el lector tal espacio o tal otro; oye un poco aquí y un poco allá, allá más, aquí menos. La versión oral del poema, sea del autor o de otro, no deja de ser una interpretación individual. El poema es una “milhoja centifolia”; alegoría, porque puede significar esto y también otra cosa; articula no sólo frases, sino la resonancia entre las frases de un pensamiento informado por especies no verbales. Galaxias cita una frase de Ezra Pound: “Los paraísos no son artificiales”. Frase ambigua si las hay. Pound la oponía al título del ensayo de Baudelaire acerca del hashish: “Los paraísos artificiales”. No sé si Pound tomaba en cuenta, al hacer su retruécano, el efecto químico en el cuerpo, el efecto de la droga, y se votaba abstemio. Si Pound invierte a Baudelaire, no es para proponer algo esencialmente diferente, sino la exaltación de la vida considerada como artificio, trouvailles, epifanías, esas alturas momentáneas, clarividentes, aunque no sean, para Pound, la visión de ningún dios, sino la agudeza del ojo en el movedizo escintilar de la marea.
Galaxias intregra en sus “parladisos pastificiosos” epifanías y contraepifanías. “Khrushev entiende menos de arte que mi grand-mère.” Es una contraepifanía. Alude sin duda a las descalificaciones de Khrushev (circa 1960) acerca de un grupo de artistas rusos que habían participado de una muestra pictórica que no condecía con las expectativas de la nomenklatura: “Los declaro a todos pederastas”, dijo. Si bien era un insulto común que podía ser dirigido a cualquiera, la así llamada “pederastia” (que no denota en ruso relaciones con menores, sino simples relaciones adultas entre personas del mismo sexo) en la Unión Soviética estaba castigada con ocho años de GULAG. Ésos son bajones, contraepifanías, que llaman a resistir, criticando con ironía la propiedad de la lengua y el abuso de poder.
Galaxias es un vademécum del viajero donde anota las ocurrencias del día, pero no se trata de narrar. Entre lo que se ve y la visión que avista cruzan las palabras para definir cualquier situación, pero si las atendemos sólo a ellas, corren el riesgo de ensordecernos. Pasamos a depender de los andadores de un argumento lineal, de una novela de personajes. Nos encerramos en la historia, y lo avistado a través de estas fórmulas lineales puede ensordecernos. Las palabras intervienen para silenciar los sentidos, por eso conviene interrumpirlas, no dejarlas contar; más bien contar siempre desde las impresiones inmediatas, desde “algo blando frustrante al paladar”, para así escribir sobre lo que no se escribe, no se deja escribir del todo, “ese espacio sin palabras con que el libro se hace”.
Esa no-historia es, en Galaxias, una síntesis abigarrada que sugiere una presencia y un movimiento corporal a través de la sinestesia. “Las palabras son la piel de un agua profunda.” Y son también “la dermis del dharma”. Hay que sondear, sondear en los sentidos internos y los externos, en las armonías momentáneas, en el encuentro de sensaciones, impresiones y palabras, friccionando vocablos, imágenes no verbales, rozando colores, texturas, definiciones, ciencias, sensaciones. Un subibaja que pone todo en relación, un pensamiento que interpela lo real; no se trata sólo de palabras y de frases. El dharma, la regla del proceso cósmico, pasa a ser aquí una regla personal, una regla de verdad para el ethos del poeta. A través de cosas que se ven y se borran, intima “el agujero único de pi el símbolo chino del cielo pero el polvo oscurece y su moretón se hace más turbio”. Por eso “muy poco se aprende en esta anarcopedia de formas”, y no se trata de aprender, sino de traer a fruición recursos competentes, articulando el rescate de la verdad en concordancia alusiva de sensaciones y acciones. No se trata de contar; sino de decir con franqueza; de trasmutar el magma de nuestra experiencia. No se trata de conocer; sino de abismarse en lo que se desconoce; y “después veremos”. No se trata aquí de una Ciropedia, una educación del príncipe, sino del ejercicio del gobierno de sí, según el método de la anarcopedia; un deliberado desorden y una educación de los sentidos, por los sentidos. Decir la verdad acerca de sí implica una coincidencia, un acorde entre dichos y prácticas, establece una vinculación con lo real de una memoria motora. Esta memoria motora, en la medida en que imbrica palabras y sensaciones, es un método de corporizar, de insertar el idioma en el cuerpo. En Galaxias, esta imbricación es vivida como una “tortura china” de las fibrillas somáticas. “Todo esto tiene que ver con un suplicio chino que alterna sus cuadros/ en disposiciones geométricas puede no parecer pero cada palabra practica/ una acupuntura con agujas de plata especialmente afiladas y que/ penetran un preciso punto en este tejido conjuntivo cuando se lee no/ se tiene la impresión de esa orden rigiendo la subcutánea presencia de las/ agujas pero ella existe y establece un sistema simpático de linfas/... la víctima entre láminas eróticas que cortan sin cortar tan finas como/ plumas”.
Notas
1 Helène Cixous, L’exil de James Joyce, Paris, Grasset, 1968, p. 830.
2 Walter Benjamin, Ursprung des deutschen Trauerspiels, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1972,
p.29; mencionado por Haroldo de Campos en O seqüestro…, p.64, y en la correspondiente nota 53.
3 Harry Levin, James Joyce, México, Fondo de Cultura Económica, 1959, p.197.
4 Ibidem, p. 193.
5 Ibidem, pp. 185-186.
6 Citado en Richard Ellmann, James Joyce, New York, Oxford University Press, 1959, p.705.
7 Harry Levin, op.cit., p. 179.
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