Rodrigo Galarza
Por: José Luis Morante
Ed. Amargord
Todo camino existencial recorre un itinerario de pérdidas. De ese principio natural que sugiere un devenir efímero y vulnerable da cuenta Parque de destrucciones, libro de Rodrigo Galarza (Corrientes, Argentina, 1972), poeta, antólogo y director literario del proyecto bibliográfico Amargord.
Desde Baudelaire la ciudad moderna se caracteriza por ser metonimia de lo deshumanizado; su apariencia escénica es la materialización de un entorno decrépito y suburbial que condena a sus moradores a un estado permanente de soledad y hastío. En él consume el yo poemático un presente angosto solapando conflictos. Ese contexto en los poemas de Parque de destrucciones no es un reflejo desdibujado y arquetípico; se concreta en un topónimo, Madrid, con rasgos definitorios que realzan la verosimilitud autobiográfica. La ciudad mesetaria es el punto cero de la ausencia, el lugar donde el protagonista circunvala las aceras de lo cotidiano.
El recorrido adquiere un carácter noctámbulo porque aporta un corpus de imágenes con profundo sustrato negativo. La noche realza un perfil tétrico, tiene la varada fetidez de lo terrible y genera un estar agónico que sólo puede superarse con la conciencia de una soledad colectiva; todos pertenecemos al ejército de los derrotados, al paso gregario de quien se desplaza sin un fin claro.
Vislumbramos una contraelegía de cadencia oracular; las composiciones solemnizan la desesperanza en un discurso fragmentario. El fresco multiforme de la ciudad acoge manchas de colores opacos y acumula escenas de la que da cuenta una mirada nunca complaciente que nos ofrece ángulos del sinsentido.
Ser espectador permite contemplar los espasmos de un sujeto convaleciente. Como en el monólogo calderoniano de Segismundo, el protagonista sospecha una identidad ilusoria, indaga para comprobar su propia verdad y profundiza en un estado febril de rebeldía sobre el azaroso destino. El desamparo carece de explicaciones y en el calendario se suceden las jornadas en el inhóspito recinto de un parque de destrucciones.
Pero la ciudad es también un espacio de conocimiento, un viaje interior en el que el pensamiento hilvana una reflexión moral que contiene al ser individual y al mundo exterior.
No falta en el poemario el recurso cultural convertido en instrumento analítico de causas y efectos, el ahora se contrapone al bagaje de la memoria que insiste en un tiempo anterior definido por la ternura. Otra vez la infancia como tiempo áureo donde florecieron las primeras experiencias y la existencia admitía la celebración.
La poética de Rodrigo Galarza rechaza el tono metaliterario y apenas se permite digresiones estéticas. Más allá de lo anecdótico, su eje gravitatorio es el desarraigo, la condición del nómada que llega a un puerto extraño con la esperanza de que la niebla se despeje en la amanecida.
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