Publiqué El verano también moja las espaldas, mi primer libro de cuentos, en 1966. Tenía 23 años. La edición se hizo en una pequeña editorial de amigos, Papel Sobrante, creada en Medellín por Manuel Mejía Vallejo (Premio Nadal 1964 por El día señalado). Exceptuando Tercer Mundo, la editorial creada por Belisario Betancur–el futuro presidente de
Todas las reseñas de libros de ese año hablaron de mis relatos. Saqué pecho, claro está. La editorial recompensó ese privilegio premiándome con una máquina de escribir portátil, Lettera 22. La conservé con algunas de sus letras torcidas hasta 1968. Fue en muchos años el más jugoso derecho de autor recibido. Conservo una copia de esa edición casi artesanal, pero conservo en mejor estado la emoción de haber recibido una caja con 50 ejemplares de autor. ¿Qué hacer con ellos? Regalarlos a los amigos, me dije. ¿Enviar uno a mi padre, para que me perdonara no haber hecho una carrera universitaria? Ese mismo día, ebrio de felicidad y bloqueado por el temor de no saber qué hacer en mi futuro de escritor, le hice un homenaje al mundo prostibulario recreado en algunos de esos cuentos, ambientados en Buenaventura, principal puerto del Pacífico colombiano.
Acompañado por Ricardo Cano Gaviria y otro amigo-–con los años, Cano Gaviría sería el más flaubertiano, extraterritorial y espléndidamente excéntrico de los narradores colombianos–, me dirigí a Lovaina, el barrio de putas de Medellín, y dejé un ejemplar de cortesía en algunas de las casas de mayor prestigio, frecuentadas por malevos que parecían argentinos de
Cuarenta y dos años después, todavía quedan en librerías de viejo algunas copias de la edición de mil ejemplares y en mis archivos de prensa los comentarios elogiosos de escritores mayores que yo admiraba: García Márquez, Jorge Zalamea, Ángel Rama, Marta Traba, Álvaro Cepeda Samudio. Esos cuentos, leídos en la edición cubana por entrañables amigos españoles: los pintores Antonio Saura, José Hernández y Bonifacio, el cineasta Emilio Sáenz de Soto y el poeta José Agustín Goytisolo, entre otros, me afirmaron en la certidumbre de que ese remoto puerto del Pacífico podía ser material de la literatura que escribiera en adelante.
No puedo decir qué había de singular en aquel pequeño volumen de cuentos, escritos a golpes de intuición entre los 20 y los 23 años. Las rupturas que interpuso a la prosa tradicional de la literatura colombiana, señalada por algunos críticos, no fueron nunca conscientes. Prefiero pensar que obedecían al caos de mis lecturas y a la vertiginosa manera de concebir la escritura de relatos autobiográficos como si se tratara de escribir en estado de agonía. En esos años devoraba las novelas de Faulkner, los relatos de Hemingway, Saroyan, Chéjov, Horacio Quiroga, Cortázar, Salinger, Maupassant y O’Hara. Me aburría con los textos del nouveau roman, y veía nacer el boom de la novela latinoamericana. Me sorprendió que en los tres años siguientes se hicieran, con cuentos de mi segundo libro, ediciones en
La felicidad y el miedo que experimenté el día que tuve en las manos el primer ejemplar publicado de mi primer libro, tuvo para mí mucho parecido con el primer día que hice el amor: estaba feliz por haberlo hecho pero no sabía si había hecho también feliz a mi pareja. En esta analogía encontré una explicación al misterio que relaciona a un escritor con sus lectores.
DESDE ENTONCES
Óscar Collazos (Bahía Solano, Colombia, 1942) ha publicado libros de relatos como El verano también moja las espaldas (1966), Esta mañana del mundo (1969), A golpes (1974), o Adiós Europa, adiós (1990). Es autor además de las novelas Jóvenes, pobres, amantes (1983), Las trampas del exilio (1992), La ballena varada (1997), El exilio y la culpa (2002) y Batallas en el monte de Venus (2004).
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